CARLOS FUENTES

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LAS BUENAS CONCIENCIAS
-Fragmento-

        Juan Manuel Lorenzo era un muchacho indígena de pequeña estatura y movimientos pausados. Sus ojos profundos y límpidos se abrían con cierto asombro, como si descubriesen por primera vez todas las cosas. Parecía que esos ojos nunca habían pensado. Parecía que por ellos sólo penetraba la intuición. Ahora, los ojos de Juan Manuel Lorenzo se levantaban hacia la claraboya del bodegón, desde la bajada del jardín Morelos, y su voz lanzaba un secreto -¡chst!- La pequeña figura de Lorenzo, vestida con pantalón de dril, camisa blanca y zapatos amarillos, levantaba el rostro y apretaba contra el costado un cuaderno y varios libros. Cuatro años antes, el gobierno local había escogido a un niño de las escuelas rurales para becarlo a fin de que prosiguiera los estudios secundarios y preparatorios. Lorenzo había abandonado su aldea de cabras y chozas pardas para trasladarse a la capital del Estado. Vivía en una casa de huéspedes, en un cuartito de dos por tres, y en las tardes trabajaba en un taller de los ferrocarriles en Irapuato. Con esta entrada, completaba su presupuesto para libros. La pequeña pieza de la pensión apenas aguantaba el lastre de tantos volúmenes apilados en torres. Estudioso y tenaz, Lorenzo devoraba sus tomos todas las noches, a la luz del único foco que pendía de un largo cordón. Compraba mensualmente un volumen de los clásicos castellanos y, con diligencia, lo leía en dos noches. Su español poseía cierta calidad demasiado cuidadosa; era un idioma asimilado, aprendido con deliberación. Tan lento como sus movimientos físicos, el lenguaje de Lorenzo lo hacía pasar a los ojos del trato superficial en la escuela, en el trabajo, en la casa de huéspedes, no como un muchacho tonto o brillante: sólo diferente.
        Su manera de hablar y su personalidad física provocaban siempre una sensación de extrañeza. La tenacidad privada se convertía en cierta rudeza pública; rudeza esencial y vigorosa que los suaves modales del hombre de raza indígena transplantados a la ciudad no alcanzaban a ocultar. Sí el cuerpo era menudo, la cabeza era grande, y todos los tarros de goma mezclada por el joven estudiante no bastaban para domeñar su mata de pelo duro, semejante a un enorme nopal de cerdas violentas. Nadie podría afirmar, pese a lo dicho, que Juan Manuel Lorenzo fuese un hombre feo. Pues aquellos ojos asombrados, abiertos al mundo, iluminados por una secreta alegría, eran apenas el aviso de un rostro pleno de voluntad y energía moral. ¿Qué indefinible elegancia poseían los gestos primitivos de Juan Manuel Lorenzo? ¿Qué súbito respeto inspiraba su indefensa naturalidad? Fueron estos atributos, sin duda, los que lo salvaron del trato que, a uno de su condición, reservaban los muchachos de la Preparatoria.
       Todas las tardes de los sábados -como ésta- Juan Manuel caminaba con Jaime por los callejones y plazas de Guanajuato. "Paraíso cerrado para muchos-: así sentía el joven Lorenzo su ciudad de Guanajuato, pequeño habitáculo del tamaño del hombre, ciudad a propósito para la conversación y el paseo lentos, mágica en sus laberintos de piedra y en sus cambiantes colores definidos por el paso del día y de la noche. Tal era la academia del despertar inteligente de los dos amigos. Pues ¿cuál sino ésta es la primera y verdadera escuela del descubrimiento personal: los paseos largos y casi silenciosos con el amigo de la adolescencia, el primero que nos da trato de hombre, el primero que nos escucha, el primero que comparte con nosotros una lectura, una idea en germen, un nuevo proyecto de vida? Esto era lo que Juan Manuel y Jaime se daban, el uno al otro, en su semanal callejoneo.
       Una villa de ventanas abiertas se ofrecía como estímulo a su curiosidad primeriza. En el subir y bajar de Guanajuato, en la estrechez de sus viejas calles del siglo XVII, un panal de vida cotidiana se ofrece a los ojos curiosos. Detrás de esta ventana enrejada, una vieja amarilla cuenta el rosario al aire; detrás de aquélla, cinco niños con babero blanco lamen los barrotes y cantan coros juguetones, detrás de la siguiente, una muchacha colorada baja los ojos y extiende la mano al galán callejero.
       Se tienden camas, se zurcen calcetines, se torna el fresco, se bebe el chocolate, se comentan las noticias, se urden los chismes, se abren los ojos a la vida que pasa, se espera en una mecedora a que la muerte llegue, se gestan nuevos hijos al ritmo de calceta, se barren pisos y se velan cadáveres: todo con las ventanas abiertas, expuesto a la mirada ajena. Pero todo, asimismo, extrañamente quieto, extrañamente silencioso.
        Una oscura soledad oprime esta existencia abierta. Lo que en otra latitud, y entre otra gente, sería fiesta y comunicación bullanguera, es en Guanajuato mudo, tenso fluir de la vida diaria entre sus extremos de cuna y mortaja.
       Juan Manuel le había prestado a Jaime la novela de Stendhal el sábado pasado. Al muchacho rico le era más difícil comprar libros que al pobre, pues éste contaba con la mínima independencia de la cual aquél carecía en absoluto. Los Balcárcel, por lo demás, ejercían su estricta censura. Por esto, el joven debía meter de contrabando, sábado a sábado, el volumen que el amigo le prestaba. Era siempre un volumen anotado, subrayado, de la más pobre edición, pronto a desprenderse de sus protectoras camisas de cartulina.
       -¿Lo has leído... mi libro? -preguntó Juan Manuel cuando Jaime salió a la plaza y le puso una mano sobre el hombro.
       -Me lo confiscaron los tíos. Dicen que está prohibido.
       Los dos tomaron el consabido camino del Callejón de los Cantaritos. Juan Manuel iba en silencio, con una expresión triste, pero Jaime -aunque sintió el impulso- no se atrevió a ofrecerle un nuevo ejemplar.
       -Tus tíos, Ceballos... ¿comprenderán de una manera tan clara... lo que expresa ese libro?
       Llamarse por los apellidos era uno de los convenios tácitos de esta amistad juvenil. Los desplantes individuales -de pedantería, de reserva, de rebelión, de burla, de singularidad externa- que entre nosotros reciben el nombre genérico de "la edad de la punzada-, no son sino maneras de afirmarse a los ojos de quienes no conceden personalidad al adolescente. Esta actitud, entre amigos, se traduce en un instintivo afán de respeto mutuo, que Jaime y Juan Manuel aplicaban, particularmente, de este modo. A Ceballos, al principio, se le hacía difícil darle la categoría correspondiente a! compañero con el patronímico que no parecía tal. Sin embargo, Juan Manuel no decía "Lorenzo" como si se tratase de un nombre de santoral: quebraba la palabra en la segunda sílaba, la acentuaba, y después dejaba fluir la última como un suspiro. "Lorén-zo". Jaime aprendió a pronunciarla así, y el joven indígena se lo agradecía con un fugaz brillo de los ojos.
        -¿Qué es lo que más te ha... impresionado... explícitamente?
       -Sabes, Lorenzo... -Jaime dobló los brazos sobre el pecho y frunció el ceño- hay una parte donde dice que toda gran acción es extremista cuando un hombre grande la emprende. Y luego dice que sólo cuando se ha cumplido les parece grande
a los mediocres.
       -Una acción... radical.
       Los amigos también se demostraban su mutuo respeto mediante esta expresión cuidadosa, casi rebuscada, de las citas e ideas. Jaime frunció peculiarmente la nariz: -Me parece una buena regla, ¿no crees? Así debían proceder los cristianos. Así procedió Cristo. Lo juzgaron un loco extremista, radical como tú dices, y hoy todos se dicen sus discípulos. Discípulos de un loco.
       -Yo temo... -habló con su pausa habitual Lorenzo-... que la fe basada... en el ejemplo de un solo individuo... a fuerza de repetirse se convierte en caricatura. El cristianismo ha sido caricaturizado por el clero y... la gente decente, los ricos... ¿Soy explícito?
-¡Ojalá fuera una caricatura! -sonrió Jaime- Es menos que eso, Lorenzo. ¿Sabes? Siempre me imagino la caricatura como algo rebelde. ¿Te acuerdas de esos dibujos de Goya que me prestaste una vez? Mi tía Asunción los descubrió en mi cuarto y puso el grito en el cielo. Dijo que cómo podía tener esos monos obscenos y horripilantes que le ponían la piel de gallina. ¿No era eso lo que quería Goya, que la gente como mi tía se sintiera ofendida?
       -A veces... ésa es la única arma contra un mundo... hostil y sin justicia.
       El largo callejón de amarillo y azul opacos se detuvo en su ascenso. Ahora, el de los Positos se abría, encajonando el olor de todas las panaderías del rumbo.
       -¡Huele!... -dijo Lorenzo.
       -¿Entonces para ti no es una acción personal lo más valioso?
       -¿Lo más... valioso? Aislada... no. La juzgo... valiosa ... siempre que forma parte de una acción general. Quiero decirte una cosa, Ceballos...
       Jaime se adelantó y compró dos polvorones colmados de azúcar blanca. Le ofreció uno a Juan Manuel. Éste lo mordió con gran delicadeza. Un bigote de polvo dulce se le formó en el labio.

       -A mi padre le dieron un terreno, para cultivar. Esto estuvo muy bien. El propósito... era muy generoso. Sin embargo... es una tierra muy pequeña... Sólo se pueden cultivar algunas coles... y berros. El maíz allí no crece. No hay agua... Entonces mi padre... tiene que buscar otra vez trabajo fuera de su tierra... Vuelve a endeudarse con un patrón... Pero todos comenos coles y berros. La situación... no cambia en realidad. La situación es...idéntica. Pero mi padre... solo... no puede hacer nada... Es preciso... que todos se unan. Antes, hace muchos siglos... el ejido era la tierra de todo el pueblo. Cada agricultor poseía una parcela... y además tenía lo que producía para todos el ejido... Ahora, en vez de ejido... solo hay la pobre parcela de cada uno. Porque son tan pobres... y desgraciados... uno solo no puede lograr nada.... Todos juntos. Hay que hacerlos entender... Todos juntos.
        A Jaime le sorprendía este tipo de conocimientos. Le era ya difícil recordar el origen de Lorenzo, el muchacho cuya vida se alimentaba y consumía en una fiebre de lectura. El foco único de la pequeña recámara de Juan Manuel brillaba con su luz pareja hasta la madrugada; el rostro moreno se afilaba, cada noche, en la persecución de la lectura. Con la gran cabeza despeinada entre las manos, con los codos apoyados sobre el pupitre escolar, el joven devoraba páginas, tomaba notas, debatía con sí mismo: no admitía una afirmación del invisible autor sin ponerla en duda y buscar su razón. La cuidadosa dificultad con que hablaba se convertía, en el discurso interno, en elocuencia implacable. Nietzsche, Stendhal, el Andréiev de Sachka Yégulev, Dostoievsky, Dickens, Balzac, Max Beer, Michelet, eran sus interlocutores cotidianos, y Calderón, Tirso, Berceo. No obstante, el muchacho que con semejante alegría e intensidad se sumergía en su mundo de trabajo intelectual, no podía perder la conciencia de su origen y de los problemas diarios de esa raíz. Precisamente, a medida que se adentraba, durante las noches -tibias o heladas- de su breve cuarto en el Mediterráneo de los diecisiete años, decidía con mayor ardor conjugar las ideas que descubría con la situación que conocía. Empezaba, en esos días, a leer toda la literatura de la Reforma y la Revolución mexicanas. Jaime Ceballos leía y trabajaba menos que su amigo, pero soñaba más -encerrado, también, en la recámara blanca de la casa familiar- y se aferraba más a las dos o tres ideas que juzgaba esenciales. Como Lorenzo -como todo adolescente- se sentía mucho más seguro monologando a las cuales hubiese querido dirigir sus palabras: los dos Balcárcel y Rodolfo Cevallos, los que cotidianamente le rodeaban y le dictaban las reglas, los que diariamente compartían con él las tres comidas.
        En su soledad, les habría dicho lo que pensaba, en la vida común, no podía ponerse por encima de la autoridad sentenciosa del tío, de la incomprensión sentimental de Asunción, de la pura y débil confusión de su padre. ¿Cómo decirle a éste, anonadado, temeroso, que tuviese la entereza de asumir su responsabilidad y acercarse a Adelina, la madre olvidada? ¿Cómo decirle a su tía que no era un pecado ser mujer, sino ser hipócrita? ¿Cómo, en fin, decirle a Balcárcel que él, Jaime Ceballos, era una persona? ¿Cómo obligarlo a que lo respetara como era y por lo que era? ¿Cómo decirle que las virtudes han de amarse más de lo que se teme a los vicios? ¿Y cómo decirles a los tres que puesto que se decían católicos, debían comportarse como cristianos en todos los actos de su vida: que fuesen cristianos enteros, o que se abstuviesen de mencionar siquiera una fe que en sustancia no practicaban? No: la lengua se le paralizaba cuando Balcárcel levantaba el dedo rígido y dictaba un precepto hueco. Y esta ausencia de respuesta a sus preguntas nunca dichas, orillaba al muchacho a la actitud convencida de que a solas, sin comunicación con nadie, él debía demostrar que cuanto pedía a los demás era posible.
       Apenas a Juan Manuel le insinuaba esta decisión, acariciada y afirmada en la soledad adolescente como el único tesoro de su hombría continuamente expuesta a la duda y a la compasión propias y de su familia.
       -DiegoRivera, pintor magnífico, nació en esta casa el 13 de diciembre de 1886-, decía la placa de una casa ocre de Positos. Los dos caminaban en silencio, y Jaime abrazaba los hombros de Juan Manuel. La señorita Pascualina Barona pasó rígidamente y abrió los ojos enmarcados por los
pince-nez de oro y se acomodó con altanería y enojo el bonete negro que coronaba su rostro amarillo.
        -¡Un Ceballos!-, murmuró al cruzarse con Jaime.
       En una ciudad tan pequeña, estos encuentros no eran infrecuentes. Lorenzo reasumió la conversación.
       -¿Te acuerdas... la parte donde el autor dice que... Julián... tenía una elocuencia maravillosa, verdad?.
       -creo que dice que hablaba muy bien porque...
       -Porque no tenía que actuar como las gentes de la época de Napoleón -dijo Jaime, ansioso de superar con esta lectura coincidente el encuentro con la agria señorita Pascualina, que esa misma tarde iría a contarle a la tía Asunción que los dos amigos caminaban abrazados.
       Continuaron en silencio. Jaime se imaginaba un mundo brillante y libre, en el que los jóvenes de su edad abandonaban el hogar para ganarse, en unos cuantos meses, los galones de coronel en la campaña de Egipto. Cada soldado llevaba en su mochila el bastón de mariscal. La lectura de la epopeya napoleónica le entusiasmaba; se imaginaba en el centro de aquellas grandes batallas, bautizado por aquellos grandes nombres que adornaban, según la enciclopedia, el Arco del Triunfo de París, Wagram, Austerlitz, Jena, Smolensk, las Pirámides, Friedland, y los trajes militares, el estampido de la caballería, las llamas de Moscú: esa extraña conflagración de la nieve, y las mujeres misteriosas que se colaban entre las páginas de la historia, Josefina, María Walewska; nombres de palacios, Fontainebleau, Marly, Versalles, Chantilly, el sobresalto e intriga y aventura que le provocaban las figuras de Fouché y Talleyrand.

       -¿Has leído ese otro libro que se llama La guerra y la paz? -preguntó Jaime.
       -No.
       -Es muy largo. Es como para las naciones.
También Juan Manuel discurría lentamente, en silencio. Trasladaba la acción fulminante de la que hablaba Stendhal a otros hombres y otros campos. La caballería villista en el Bajío, los yaquis que ganaron la victoria de Obregón, la celada a Zapata en Chinameca. Ahora todos esos héroes habían muerto, y en su lugar estaban los Julián Sorel, que hablaban con mucha elocuencia de la Revolución Mexicana.
       -Voy a prestarte el libro de Vasconcelos, Ceballos.
       Juan Manuel se pasó la mano delgada por la mata rebelde de pelo. A veces, durante sus largas horas de lectura, se detenía ante algo que le intrigaba: ¿por qué hablaban ciertos hombres, en ciertas épocas, de una manera, y otros, en otros tiempos, en un estilo tan diferente? El tumulto apasionante de la prosa de Vasconcelos, por un lado, y por el otro la claridad serena de Guzmán. ¿Y por qué hablaban estos hombres con un tono de verdad, aunque de manera opuesta, sobre los mismos temas que en otros labios eran mentira, basura, vulgaridad? Recordaba discursos de los comisarios ejidales en su pueblo y de los líderes.
       -Lo siento, señora... Es mi trabajo -dijo Juan Manuel y caminó hacia la escalera.
       -Joven! -se escuchó el chillido-. Me debe el mes.
       -Mañana me pagan en el taller, señora -dijo Lorenzo sin voltear.
       -Señorita... ¡Cuántas veces...!
        Subieron por el cubo estrecho de escalones gastados. Las vigas roídas de los techos goteaban. Se descascaraba la cal de las paredes, y unas mariposas negras se escondían en los lugares altos y oscuros. Al fondo del pasillo más estrecho, Lorenzo abrió la puerta de cortinillas floreadas y los amigos entraron a la pieza amontonada de libros que se apilaban al pie y debajo del camastro de fierro.
       -Toma... el libro de... Vasconcelos. Tengo que irme al taller, hoy trabajo horas extra.
       -Te acompaño.
       Jaime pensó que la vieja señorita que habían encontrado en la calle ya habría comunicado su chisme a Asunción, que ésta lo buscaría por toda la casa para prevenirlo contra un regaño de Balcárcel y que el tío, a su vez, iría a la recámara a cerciorarse de que Jaime, obediente, no la había abandonado en todo el día. Pero el miedo a un nuevo castigo le era menos imperioso que el goce aventurero de la desobediencia.
       -Te acompaño -repitió, excitado por la blanca oscuridad descendiente.
       Los dos salieron, hermanados por una comunicación sin palabras, al callejón. Los dos cuadraron los hombros, aspiraron el aire delgado y caminaron con paso de gallo, entre alegre y orgulloso, al lugar de donde partían los camiones a Irapuato.
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Tamen

Sigue>>>>> PABLO NERUDA
Continúa.......GABRIELA MISTRAL
LA CIMA MUSA
XICO
DIEGO RIVERA
CUSCATLÁN ÍNDICE
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