J. FREDDY BRAVO E

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PARQUE MUNICIPAL
DISTRITO DE BARRANCO
LIMA, PERÚ

        Freddy Bravo Espinoza, Licenciado en Sociología, vive en el distrito de Barranco, Lima, Perú. Este distrito es Ciudad Heroica, y cuna de poetas, novelistas, cuentistas, narradores, músicos, periodistas, intelectuales y artistas de diversas corrientes. J. Freddy Bravo E., es Licenciado en Sociología y Bachiller en Ciencia Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Lima. Además, estudió Psicología en la misma entidad. También es Analista Transaccional y Experto en Liderazgo, Motivación, Comunicación y Relaciones Humanas, profesor universitario. Colaborador de Revistas literarias de Panamá, Argentina y México.
        Ha publicado en México el libro de Poesía “Canto a los Humildes Cotidianos” (1969) Actualmente es Colaborador en varios sitios web.
        Es autor de los libros inéditos: “98 Cuentos de Apariciones en Lima, Callao y distrito", “137 Cuentos de Fantasmas y Apariciones en el distrito de Barranco”, “76 Cuentos de Misterio en el Perú”, “99 Cuentos de los distritos antiguos de Lima, Perú”, "Cuentos de la Provincia constitucional del Callao", “Historia de Barranco: la comunidad y la clase media: 1940-1970”, “44 Cuentos: El Fantasma Erótico”. Además, Cuentos Románticos, Cuentos de mujeres infieles, Cuentos Urbanos, Cuentos Policiales, Cuentos de aventuras.
   
   
LOS FANTASMAS EN EL HOTEL ABANDONADO
 
        Entre las calles Pedro Martinto y Tacna del distrito de Barranco en Lima, había en los años 1960 una construcción grande que estaba abandonada. Perteneció, entre los años 1930/40, a la Compañía Nacional Hotelera del Perú que funcionó allí en esos años. Dicha organización formaba y entrenaba mozos y personal de servicio para la industria hotelera de Lima, asimismo tenían un servicio de lavado y planchado de ropa de cama y otros elementos que proveían a los diversos establecimientos de hospedaje de la ciudad.
        Cuando la empresa cerró sus operaciones  a fines de los años 40, después del devastador terremoto del 24 de mayo de aquel año, el edificio y los terrenos que la circundaban quedaron abandonados cerca de veinte años hasta principios de los años 60. La empresa que había funcionado en aquel apacible lugar, luego de su cierre definitivo, dejó  aquel edificio de forma rectangular que abarcaba desde la esquina norte de la calle Pedro Martinto y la cuadra cuatro de la calle Tacna hasta el malecón Souza, al sur de aquel se hallaba la parte trasera del rancho de la familia Dasso y una huerta donde se cultivaban frutas, verduras y hortalizas cuya propietaria era la Congregación de las Franciscanas Misioneras de María. Al lado norte del edificio abandonado había un terreno eriazo donde hubo casas que fueron destruidas por el terremoto de 1940. Allí queda hoy en día la calle Las Magnolias. En el interior del edificio abandonado había cilindros de cartón llenos de sábanas que abastecían las necesidades de las casas de pensión y hoteles de la época, ropa de cama usada, un antiguo piano  de origen europeo así como muebles diversos y enseres de todo tipo: mesas, sillas, vitrinas, aparadores, cuadros, etc. El local tenía la forma de un hotel, con una entrada principal en la tercera cuadra de la calle Pedro Martinto, y en el interior había un pasadizo largo de forma rectangular que parecía una galería a cuyos lados se hallaban numerosas ventanas de madera de dos hojas con persianas del mismo material.
       En el invierno la neblina invade el acantilado de Barranco y las calles aledañas a él, y es en esa época del año cuando los vecinos del lugar escuchaban música proveniente del piano y el sonido característico que originan las reuniones donde hay muchas personas. Cuando algunos curiosos se acercaban al lugar no había nada ni se escuchaba sonido alguno. El silencio asolaba el lugar y solamente el viento frío que provenía del malecón producía un sonido que parecía un silbido agudo, lento y misterioso. Sin embargo, algunas personas vieron en diversas oportunidades sombras moviéndose en la oscuridad de la noche. Eso era frecuente en aquella casa abandonada. A veces los muchachos barranquinos íbamos a curiosear por el lugar. Solamente escuchábamos el ladrido de un perro cuando todos sabíamos que en ese lugar no moraba nadie.
        Eso nos atemorizaba y asustados nos íbamos corriendo. Sin embargo, cada cierto tiempo, volvíamos “pues queríamos escuchar el piano” en las noches de luna del invierno barranquino. Una tarde de verano, a principios de los años 1950, cuando los muchachos de la patota de la Plaza Torres Paz, recorríamos el balneario de Barranco haciendo palomilladas, llegamos a la cuadra tres que es el final de la calle Centenario y  nos paramos frente a la casa de la familia Dasso situada al lado norte de la misma, donde hoy en día hay un enorme edificio y cuya parte trasera daba a la cuadra tres de la calle Pedro Martinto donde se hallaba la antigua empresa de servicios para hoteles. Otros familiares de los Dasso vivían en la cuadra tres del Paseo Sáenz Peña en la bella casona en la que actualmente se filman telenovelas y funcionan Talleres de Teatro.
        Ese día los muchachos de la patota decidimos apostar “quien era él más macho”, quien se atrevería a ingresar al edificio de la calle Pedro Martinto. Decidimos  jugar al “Yan Ken Po” que es un artilugio muy eficaz para lograr resultados en los sorteos o apuestas y se juega con las manos entre dos personas. Influye el azar en las tres siguientes opciones: Papel, envuelve la Piedra y gana - Piedra chanca la Tijera y gana, y Tijera corta el papel y gana. En esta forma se comparan las dos jugadas y gana el de la opción señalada, para lo cual se ponen las manos hacia atrás y luego se muestran con la opción escogida. Después de varios intentos fueron perdiendo varios muchachos y resultó ganador un amigo que vivía en la calle Juan Fanning. Un muchacho “picón”, que así se llama a los que no les gusta perder y nunca faltan, le dijo resueltamente: “si tú eres el más macho quiero ver si te atreves a entrar a la casa de Pedro Martinto en la noche”. Él contestó altaneramente: “yo no soy gallina como ustedes y lo haré, claro que lo haré” y acordamos que sería la noche de un viernes de aquel verano del 1959. Luego nos fuimos del lugar.
        Pasó el tiempo y llegó el día esperado para apreciar la valentía “del más macho del grupo”. A las nueve de la noche nos dirigimos hacia la casa de la calle Pedro Martinto. Al llegar, la calle estaba totalmente desierta y un silencio sepulcral invadía el lugar. Nos atemorizamos, pero “el más macho” nos dijo:
        - Entraré a la casa por una ventana que tiene los vidrios rotos que hay en la parte que da a la calle Tacna y que ayer he visto.
        Con mucha seguridad en sí mismo, se dirigió resueltamente hacia el lugar indicado, lo acompañamos y cuando ingresó al edificio por la ventana el resto de muchachos nos fuimos a  la esquina para esperar sentados cuanto tiempo duraría en aquel lugar “el más macho del grupo”.
        Al cabo de una hora de espera escuchamos ruidos extraños, el sonido de un piano y el ladrido feroz de un perro que parecía estar atacando a alguien. De pronto apareció nuestro amigo corriendo, sudoroso y muy agitado quien pasó corriendo a nuestro lado diciéndonos muy agitado: “vayámonos que allí penan” y siguió corriendo. Nosotros hicimos lo propio. Al llegar a la avenida San Martín nos dirigimos corriendo al Parque Confraternidad y allí en un lugar donde había juegos infantiles, frente a las cuadras doce y trece de la avenida Grau, nos sentamos en las bancas y él nos contó la siguiente historia:
        “Cuando entré a la casa había un silencio sepulcral, yo tropezaba a cada rato con muchas cosas que allí hay pues todo estaba totalmente oscuro. Llegue a un sitio que parecía una sala grande y por el resplandor de la luz de la calle que entraba por algunas ventanas sin vidrios me di cuenta que había un piano y muchos muebles cubiertos con tela que parecían fantasmas sentados, esperándome. Me  armé de valor y me senté en uno de ellos, cerré mis ojos y cuando estaba quedándome dormido de pronto el piano empezó a tocar música europea, creo que era un vals de Strauss, lo sé porque a mi padre le gustan mucho. Junté mis párpados para ver mejor en aquella oscuridad y entonces vi que ¡¡en el piano no había nadie!! En eso, apareció un perro enorme de color negro, sus ojos eran de color rojo y brillaban en la penumbra, el animal empezó a ladrarme con ferocidad. Yo me asusté y salí corriendo como alma que persigue el diablo. Me escondí en un armario al que llegaba la tenue luz de la calle y me quedé allí largo rato esperando que el perro se fuera. Cuando salí vi varios bultos que se movían de un lado a otro, una luz brillante iluminó la sala y en medio de ella estaba una niña, pálida como un cadáver, sus ojos y boca estaban huecos y mirándome fijamente dijo:
        - Yo he vivido aquí con mis padres que eran empleados de servicio, un día fallecimos por culpa de la tuberculosis que mató a varios de los que aquí trabajaban, pues les explotaban y hacían trabajar más de lo debido sin casi darles alimento. Eso los fue debilitando y por ello muchos murieron. A mis padres y a mí nos enterraron en un espacio que hay en el malecón frente a la casa de los Dasso y salimos de vez en cuando a buscar quien no dé cristiana sepultura. Por eso, cuando la gente pasa de noche por el lugar se asusta cuando nos vé.
          Entonces miré a mi alrededor y vi varios esqueletos que me miraban sonrientes como si se burlaran de mí. Yo estaba muy asustado, y en ese instante, -recordando un consejo de mi madre- me persigné y desaparecieron de inmediato. Yo quería salir del lugar, pero debía cumplir mi promesa hecha a ustedes para ser el más valiente de la patota y seguí explorando aquel pasillo largo y oscuro donde me encontraba. Caminé hacia el lado oeste que da hacia el malecón y en ese momento un olor nauseabundo y fétido penetró en el lugar, casi me asfixio por eso grite tan fuerte como pude. Otra vez quise irme hacia la calle, pero mi terquedad hecha valentía me impulsaba a seguir y al hacerlo sentí una extraña presencia detrás de mí, yo no sabía que era pero la sentía pues cuando yo caminaba ella también lo hacía, yo paraba y ella de igual forma.
        En ese momento me molesté y sacando fuerzas de no sé dónde le grite: ¡¡Fuera de aquí carajo!! Y la presencia desapareció. Sonreí pensando “he asustado a un fantasma” y ello me estimuló para seguir explorando.
        Antes de llegar a las ventanas que dan hacia el malecón -continuó relatando el valiente muchacho-  divisé un cuarto y quise ver que había  en él, debo decir que felizmente podía hacer todo este recorrido porque por las ventanas, que como les repito, tienen los vidrios rotos, penetraba la luz de la calle Pedro Martinto. Ingresé al cuarto y vi varios bultos de forma alargada. De pronto el lugar se iluminó –igual que en la sala- y noté que aquellos bultos eran féretros en los que varios difuntos estaban sentados mirándome sonrientes como los que vi en la sala donde  vi a la niña. Otra vez grité y todo desapareció. Ya no aguanté y salí corriendo del lugar y por fin divisé las ventanas que daban hacia el malecón. Me asomé a ellas y en la pista del malecón había serpientes de todos los colores y tamaños que reptaban queriendo subir al edificio. Allí fue que me puse histérico y empecé a correr a lo largo de todo el pasillo y a medida que lo hacía vi a la niña, al perro, al piano, a los esqueletos y seguí corriendo sin parar hasta hallar la ventana por la que entré. Y aquí me tienen y les digo que “no soy tan macho como he querido aparentar ante ustedes”. Todos escuchábamos aterrorizados. Después de un rato nos fuimos a nuestras casas pues ya eran cerca de las doce de la noche, la hora en que las almas en pena y los fantasmas, salen a pasear por las calles de Barranco.
 

 

LA MUERTE Y EL SEPULTURERO

        Aquella tarde de primavera Gustavo el sepulturero se encontraba arreglando las flores que los parientes de los difuntos habían dejado a estos como recuerdo de su visita. Eran las cinco de la tarde y pocos visitantes quedaban en el antiguo cementerio de Barranco situado en la parte trasera de la capilla de La Ermita.
        “Si la gente pensara un poco mas en la muerte viviría mejor y en paz con los demás” pensaba el sepulturero mientras limpiaba las lápidas.
        - A la muerte no hay que tenerle miedo, respeto sí pero miedo no – escuchó que decía una delgada voz femenina-.
        Volteó y se encontró frente a una joven vestida de negro que lo miraba fijamente. “Parece que hubiera leído mi pensamiento”, -pensó Gustavo y sintió un raro estremecimiento que recorrió su cuerpo-. La joven era de estatura alta, delgada, de tez pálida y de ojos de color negro, “primera vez que veo a alguien con ojos negros” pensó Gustavo.
        - Mis ojos no son negros – dijo ella tranquilamente –ese es el color con el que ves las cosas de este mundo-.
        Él hombre se asustó más aún pues parecía un alma en pena, “pero un alma en pena no sale de día sino solamente lo hace de noche, que raro” Pensó nuevamente Gustavo quien preguntó a la recién llegada:
        - ¿Quién eres y qué quieres? – todavía seguía asustado -.
        - Soy la muerte y es algo real lo que estás viendo y sucede todos los días en todo el mundo. Quiero que le digas a la gente que viene de vez en cuando a este lugar que no me tema, pues yo sólo cumplo con mi tarea que es la de llevarme a las personas al descanso eterno.
        - Procuraré transmitirles tu mensaje, aunque sé bien que la mayoría de gente quiere evitarte y hace lo imposible porque nunca llegues a sus vidas -con testó el sepulturero.

        - Nadie puede evitarme –prosiguió ella- porque he existido y existiré siempre. La gente tiene que respetarme y no tenerme miedo como les ocurre a los cobardes que no lo tienen para hacer daño a los demás, pero que si lo tienen  cuando saben que se van a morir.
        - Tienes razón, pero ¿porqué me dices esto a mí, yo que tengo que ver con la gente? Preguntó Gustavo ya más calmado y pensó que efectivamente no tenía por que temer -.
        - Me dirijo a ti por que ves a la gente solamente cuando muere alguien y te habrás dado cuenta que muchos vienen solamente a acompañar a los muertos sólo por cumplir, por aparentar algo que de repente nunca han sentido por el que ha fallecido. Por el “qué dirán”.
        - Hay gente que te venera señora muerte –dijo Gustavo- a veces he conversado con personas que compran la imagen de la "santa muerte", ¿por qué lo hacen?
        - Por temor y créame que de santa no tengo nada... ¿Porqué? Simplemente porque un  ser santificado es un ser bendito por un Dios según los mortales, y yo soy una deidad aparte de Él. Recuerda que Cristo también murió en la cruz, hasta Él ha sufrido la muerte.
        - ¿A quién sirves? Preguntó Gustavo quien se dio cuenta que la muerte era una joven bonita y de mirada profunda -.
        - Soy una deidad de nivel medio y sirvo a la naturaleza. Si yo no existiera, ¿te imaginas cuántas personas habría en el planeta? Este no tendría lugar para tanta gente y colapsaría. Además, no soy ni buena ni mala, soy simplemente neutral. Hago mi trabajo no porque sea bueno ni malo, lo hago simplemente porque debe hacerse.
        - Pero la gente te representa de diversas maneras, ¿por qué?
        - Para los católicos, soy un ángel por eso me llaman “el ángel de la muerte” y me colocan con la figura de un ángel sobre las lápidas y mausoleos de los cementerios como si fuera guardiana de los difuntos, los que me temen me ven como un horripilante esqueleto con una guadaña, pero... a mi no hay que temerme, simplemente hay que respetarme. Muchas de las personas que sé que me veneran lo hacen porque quieren ganarse mi simpatía. Pero quieran o no morirán el día, a la hora y en el lugar que les toque.
        En eso Gustavo volteó pues escuchó los pasos de alguien que se aproximaba al lugar y al volver la vista la muerte había desaparecido.
        Aquel día Gustavo comprendió muchas cosas, efectivamente él tenía relación solamente con personas cuyos familiares o amigos habían fallecido y en muy raras ocasiones conversaba con otro tipo de vecinos. En realidad él vivía acompañado de los muertos, trabajaba para ellos, pensaba en ellos, vivía cerca de ellos y ahora había tenido el privilegio de haber conocido a la muerte que no era como todos creen un monstruo con varias cabezas o un esqueleto de cuyos orificios salen gusanos de todos los colores o una sombra siniestra que quiere devorar a los mortales. Era más bien una esencia con pensamientos e ideas propias que a él le parecieron adecuadas y reales. Esa vez decidió no temer más a la muerte, pero sí respetarla.
        Aquella, era una tarde gris, como el espíritu de algunas personas, y en ella se insinuaba una noche negra, como el vestido  de aquella muchacha que lloraba junto a una de las tumbas de aquel viejo cementerio. Las lágrimas no puede decirse que fuesen lo que llamara su atención, pues  siendo Gustavo sepulturero "profesional", los panegíricos, gemidos, sollozos, lloriqueos y desmayos eran cosas  que ya no le conmovían desde hacía un buen tiempo. Pero esa tarde, se dio cuenta que cada sollozo de la muchacha que en el aire se quebraba, iba apretando más y más su corazón. Tanto es así, que se dirigió hacia donde estaba ella, buscó algo en los bolsillos traseros de su pantalón pero su brazo se detuvo pues su mano, crispada en actitud de derrota, parecía lamentarse de no llevar consigo un pañuelo limpio que secara los ojos de aquella muchacha enrojecidos ya por el llanto que brotaba de sus dolidas entrañas. Después de un buen rato la extraña muchacha se fue por donde había ido al lugar.
        La vida de Gustavo cambió de rumbo y de destino desde aquella tarde.  Diariamente, a las cinco de la tarde, las cotidianas labores de "tumba", como lo llamaban sus pocos amigos y los que lo conocían bien, se  suspendían pues era la hora en que puntualmente como un reloj inglés llegaba la muchacha vestida de negro a llorar junto a una de las tumbas. Él la observaba silencioso y sin ninguna pretensión. Hasta que un buen día se atrevió a preguntar a la muchacha venciendo el miedo y la tristeza que lo agobiaban por verla en ese estado:
        -¿Por quién llora usted tanto señorita? Preguntó tímidamente -.
        Ella, lentamente volteó su cabeza y lo miró unos minutos que a él le parecieron siglos. ¡Que bella era!  Tenía unos ojos verdes tan brillantes que cegaron a Gustavo, sus labios parecían pétalos de rosa por su color rojo y sus manos dos palomas blancas acariciando la tarde. Sin embargo, cuando ella quiso responderle pareció que algo le anudaba la garganta y nuevos sollozos  ahogaron sus palabras. Nuevamente, después de un largo rato, mientras él la observaba de lejos, ella partió de regreso a su hogar donde seguramente la esperarían sus familiares.
        Esta extraña situación no aclaró las dudas de Gustavo antes bien despertó su curiosidad. Una mañana fue a curiosear a la tumba que la muchacha, de quien él se había enamorado perdidamente, visitaba diariamente. Leyó la lápida y apreció que en aquella tumba dormían el sueño eterno dos hombres; uno joven y el otro ya adulto, fallecidos recientemente en un  horrible y lamentable accidente según se enteró después por terceros. En ese momento, Gustavo sintió unos celos terribles y su corazón empezó a palpitar más rápidamente que de costumbre, cuando pensó que quizá él mas joven había sido el novio de aquella extraña muchacha de la que estaba enamorado, pero se calmó ante la posibilidad de que tal vez fuesen padre e hijo los que allí yacían. Pero ello tampoco aclaró sus dudas pues estaba casi seguro que la muchacha, dueña de su corazón, nunca le diría por quien derramaba sus  lágrimas.
        Un viernes de invierno, cuando la espesa neblina invade Barranco esparciéndose por calles y plazas con su manto gris, Gustavo estaba limpiando la tumba de un señor a quien nunca visitaban sus familiares, a pesar de que este les había favorecido bastante cuando estaba en vida. “Que ingrata es la gente con los difuntos” pensaba el sepulturero ciando de pronto, sintió la presencia de alguien detrás de él y al voltear ¡¡allí estaba la muerte mirándolo con sus grandes ojos negros!! Él se asustó terriblemente pues pensó que volvía para llevárselo con ella, pero la muerte le dijo con voz suave:
        - No te asustes, no he venido por ti sino por otra persona que tú ya sabes quien es, debes estar preparado para su viaje que es imposible cambiar pues ya está destinada para irse al otro mundo.
        - ¿Destinada? Te refieres a... -los pies le empezaron a temblar y creyó perder el conocimiento pero no fue así-. La muerte continuó:
        - Es mejor que estés preparado para que no sufras pues cuando las cosas suceden de improviso es peor, se sufre más.
        - ¡Gracias! ¡Gracias por avisarme! – dijo él -. Ella desapareció.
        Cuatro días después de haberle avisado, murió repentinamente de un ataque al corazón, según se enteró después, la joven y  triste mujer de la que Gustavo estaba perdidamente enamorado. La noticia fue devastadora e Indescriptible, la desesperación agobió el espíritu de aquel desdichado y solitario sepulturero. Él sabía que debía sepultar para siempre el cuerpo de la dueña de su corazón. Debía resignarse a no volverla a verla jamás llorar sobre la tumba. Sus tardes volverían a ser tristes y solitarias como antes de conocerla. ¡Que dolor sentía!
        La joven fue enterrada vestida de blanco, parecía una novia, su familia lo había querido así pues había muerto virgen ya que nunca hubo hombre alguno en su vida. De ello se enteró Gustavo, el sepulturero cuando uno de los familiares fue a separar la tumba donde ella descansaría eternamente. Ello le causó gran excitación pues él también era virgen y nunca había tenido contacto sexual con mujer alguna a pesar de sus 43 años.
 

       El entierro se realizó siguiendo todas las normas del protocolo fúnebre. Asistieron a él sus familiares, amigos y personas de su vecindad que le conocieron en vida. Hubo llantos, desmayos, gemidos y sollozos a los que Gustavo ya estaba acostumbrado. Pero en esta oportunidad, él lloró de tal manera que los familiares se quedaron extrañados. “Es que él la veía llegar y llorar todos los días, seguramente se habrá acostumbrado a verla, por eso está triste” dijo alguien, lo cual tranquilizó a los parientes de la difunta. La noche fue llegando y poco a poco las personas se fueron retirando del campo santo. Gustavo se quedó sólo y como siempre acompañado de los muertos en aquel viejo cementerio.
        Pasaron los días y Gustavo estuvo sumido en la tristeza que sólo dejan los que han sido amados por alguien en este mundo. Las tardes para él se volvieron más tristes y solitarias sobretodo cuando el reloj marcaba las cinco, hora en la que llegaba su amada todos los días.
        Un viernes, los deudos se encaminaron nuevamente al cementerio a visitar la tumba de la muchacha que había dejado a Gustavo prendado de ella. Y fue grande su espanto al llegar a la tumba de la muchacha recién fallecida y encontrarla vacía. Un sudor frío y un feroz estremecimiento recorrieron sus cuerpos y el temor paralizó sus  miembros por un instante. Su asombro fue mayor, cuando buscando con afán por los alrededores, pudieron ver, cómo, detrás de una tumba contigua, Gustavo se arrodillaba ante el cuerpo desnudo de la recién muerta muchacha. Tenía la mirada perdida y temblaba.
        Al verse descubierto, "tumba" agachó la cabeza y permaneció así por unos minutos. A pesar de la justa cólera y el espanto que sentían, los familiares de la muchacha no interrumpieron aquel conmovedor silencio de Gustavo. De improviso, el infeliz sepulturero levantó la cabeza y enseñando un vestido de color negro que llevaba entre sus manos, dijo a los presentes con voz queda y lastimera:
        - Solamente quería vestirla con este traje que es parecido al que ella usaba cuando venía diariamente a este cementerio, pues con él la conocí y con él llegué a amarla y así quería que estuviera para siempre.
         Algunos se conmovieron por aquella historia, pero otros lo tomaron por los brazos y casi alzándolo en vilo lo llevaron a la Comisaría de la Benemérita Guardia Civil del Perú de la Bajada a los Baños Municipales de Barranco donde quedaba su local.
        Gustavo fue encarcelado mientras esperaba un juicio por tan malsana acción. Aquella noche en que se encontraba preso pensaba, como siempre lo hacía, “ahora ella y yo no somos vírgenes pues nos hemos realizado como personas”, sonrió y se puso a dormir. Había violado a la difunta en un acto puro de necrofilia, que es la relación sexual con cadáveres.  Por todo ello, cuando Gustavo el sepulturero salía del local del Juzgado  aquella mañana, escoltado por los miembros de la Guardia Civil que le conducirían a la Prisión Central de Lima llamada el Panóptico que estaba situada en el espacio que actualmente ocupa el Centro Cívico de Lima, las personas que habían presenciado el juicio comentaban las incidencias de este dándose cuenta que aquel se había vuelto loco pues aparte de haber profanado la sepultura de una difunta había violado a esta.
        Y desde aquel entonces por los alrededores del lugar donde estuvo el antiguo Panóptico de Lima, que hoy es el Centro Cívico y Comercial, se ve una figura misteriosa que ronda por aquel lugar, sobre todo en las noches de luna llena cuando los espíritus salen... a vagar por este mundo de horrores.

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