"El crimen, no el patíbulo, deshonra"
CORNEILLE
A la caída de la tarde del miércoles 20 de enero, un desconocido llamó la puerta
del retiro ignorado en que habitaba aquel pobre sacerdote y le suplicó que lo siguiera
al lugar donde se celebraban las sesiones del Consejo de ministros. El señor Firmont
siguió al desconocido y cuando llegaron a las Tullerías fue introducido en el gabinete
en que los ministros deliberaron acerca de la ejecución del suplicio, que la Convención
había puesto bajo su responsabilidad. Garat, filósofo sensible; Lebrón, diplomático,
Roland, republicano clemente y que amaba al hombre en el rey, hubieran querido separar
de sus nombres y de su memoria, la siniestra misión que el destino les confiaba; pero
ya no era tiempo. Solidarios de los girondinos, rehenes de los jacobinos en el ministerio,
era indispensable ejecutar o morir. Su fisonomía, su agitación y su estupor revelaban
el horror de la agitación que experimentaban, y procuraban engañarse a sí mismos, a
fuerza de miramientos de compasión. Se levantaron, rodearon al sacerdote, honraron
su valor y protegieron su misión.
Garat tomó al confesor en su coche y lo condujo
al Temple. Durante el camino, el ministro de la Convención desahogó desesperación en
el seno del ministro de Dios.
-¡Gran Dios! -exclamó-. ¡De qué horrorosa misión me veo
encargado! ¡Qué hombre! -añadió, hablando de Luis XVI -¡Qué resignación! ¡Que valor! ¡No,
la naturaleza sola no podría dar tantas fuerzas; indudablemente hay en él algo de sobrehumano!
El
sacerdote guardó silencio, temiendo ofender al ministro. Aquellos dos hombres no hablaron
más hasta llegar a la puerta de la torre, que se abrió tan pronto como fue pronunciado
el nombre de Garat. Después de atravesar una sala llena de hombres armados, el ministro
y el confesor fueron a otra más grande. Las bóvedas, los deteriorados ornamentos de
arquitectura y las escaleras ¿un altar derribado, revelaban que era una capilla antigua,
desde largo tiempo profanada. Doce comisarios de la corporación municipal celebraban
consejo en aquella sala; sus rostros, sus palabras la carencia absoluta de sentimientos
y hasta de decoro ante la muerte, que caracterizaban a aquellos hombres, revelaban
esas naturalezas brutales, incapaces de respetar nada en el enemigo, ni siquiera
el dolor supremo y la muerte. Sólo uno o dos rostros más jóvenes que los otros, ocultaban
a sus colegas algunos signos furtivos de inteligencia con los ojos del sacerdote.
El ministro subió mientras registraban al señor Firmont, y después condujeron al confesor
al aposento del rey, quien, al verlo, corrió hacia él, cerró la puerta del cuarto para
que nadie lo interrumpiese.
El sacerdote se puso a los pies del penitente
y lloró antes consolar. El rey tampoco pudo contener las lágrimas, y dijo al sacerdote,
levantándolo: -Perdonadme este momento de debilidad; vivo desde hace tanto tiempo
en medio de enemigos, que la costumbre me ha hecho ya insensible a su odio, y mi
corazón se ha cerrado a los sentimientos de ternura; pero la presencia de un amigo
fiel me devuelve la sensibilidad, que creía extinguida, y me enternezco a pesar mío.
El
rey llevó después al señor Firmont a la torrecilla retirada donde acostumbraba ocultarse
con sus pensamientos. Una mesa, dos sillas, una mezquina estufa de loza, parecida
a los pequeños hogares portátiles con que las mujeres de los artesanos pobres calientan
sus buhardillas; algunos libros y una imagen de Cristo en la cruz esculpida en marfil,
amueblaban aquella celda. El rey hizo sentar al sacerdote, y él tomó asiento enfrente,
al otro lado de la estufa.
-Vedme aquí -le dijo el condenado- ocupado en el
exclusivo y gran negocio que puede interesarme ya en la vida, en reconciliarme con
Dios, para entrar en la eternidad.
Al decir esto, sacó del pecho un papel y
rompió el sello. Era su testamento; lo leyó dos veces despacio, para que ninguno de
los pensamientos que expresaba en él escapara a la censura del sacerdote, a quien
reconocía como juez. El rey manifestaba temer que, al perdonar a sus enemigos, se
hubiera deslizado contra su voluntad alguna reconvención, que disminuyera involuntariamente
la dulzura y santidad de su despedida. Su voz no se enterneció ni sus ojos se humedecieron
más que al pronunciar los nombres de la reina, de su hermana y de sus hijos. Toda
su sensibilidad, dominada o amortiguada, reaparecía al evocar la imagen y el destino
de los seres queridos. Nada tenía vivo ni que sufriese en él sobre a tierra más que
su familia.
Después de la lectura del testamento el rey y el sacerdote hablaron
de los sucesos de los últimos meses, que Luis XVI desconocía. Se informó de la suerte
de muchas personas que amaba entristeciéndose con las persecuciones de los unos y
alegrándose de la fuga y salvación de los otros; hablando de todos, no con la influencia
de quien se aleja para siempre de la patria, sino con la curiosidad de quien acaba
de llegar y desea informarse de la suerte de aquellos a quienes ha amado. Aunque
oyó dar las horas de la noche en el reloj de las torres vecinas, y sólo le quedaban
horas de vida, retardó el momento de ocuparse en las prácticas piadosas para las que
había llamado al confesor. A las siete debía ver por última vez a su familia, y la aproximación
de este momento a la vez tan deseado y tan temible le inquietaba mil veces más que
el pensamiento del cadalso. No quería que aquellas últimas angustias de su vida turbaran
la calma de su preparación para la muerte, ni que las lágrimas se mezclasen con la
sangre en el sacrificio que de sí mismo iba a hacer a Dios y a los hombres.
La
reina y las princesas, con el oído aplicado siempre a las ventanas, habían sabido,
durante le día, la negativa del plazo para la ejecución y que esta debía verificarse
en el término de veinticuatro horas según anunciaban las voces de los pregoneros que
divulgaban la sentencia por todos los barrios de París. Ya no quedaba ninguna esperanza
y una sola duda ocasionaba su ansiedad ¿Moriría el rey sin volver a verlas, sin abrazarlas,
sin bendecirlas? Un desahogo de ternura a sus pies, un abrazo postrero sobre su corazón,
una palabra que oír y que retener, una mirada que guardar en el alma, a esto se limitaban
toda su esperanza, todo su deseo y todas sus súplicas. Agrupadas desde la mañana en
silencio y orando bañadas en llanto en la cámara de la reina, interpretando con el
corazón hasta el más pequeño ruido, preguntando con la vista a todos los rostros, no
supieron hasta después que la Convención les permitía ver al rey; fue un placer en la
agonía, para el que se prepararon mucho tiempo antes de alcanzarlo. En pie y arrimadas
a la puerta, suplicaban a los comisarios y a los carceleros, a quienes no cesaban
de preguntar, pareciéndoles que su impaciencia había de apresurar las horas, y que
los latidos de sus corazones obligarían a aquellas puertas a abrirse más pronto.
El
rey, por su parte, aunque más tranquilo en apariencia padecía menos turbación. Nunca
había profesado mas que un amor: el de su esposa; una amistad, la de su hermana; una
alegría, sus hijos. Estas ternuras del hombre, distraídas y enfriadas, aunque nunca
extinguidas sobre el trono, se habían recogido, exaltado y como incrustado en su alma
después de los ataques de la adversidad, y mucho más aún después de la soledad de la
prisión. ¡Hacía tanto tiempo que el mundo no existía ya para él, más que en aquel reducido
número de personas en que se multiplicaban sus afectos, sus alegrías y sus dolores!
Además, temer, esperar y sufrir tanto, siempre juntos, es tener una comunidad de vida
y de pensamientos, Las lágrimas, recíprocamente vertidas son el cimiento de los corazones;
los padecimientos comunes unen mil veces mas que 1as mismas alegrías; aquellas cinco
almas no tenían mas que un sola sensibilidad, y una cosa sola turbaba anticipadamente
su entrevista, y era la idea de que en ella su desesperación y ternura habían de tener
espectadores; que las más secretas palpitaciones del corazón del esposo, de la esposa,
del hermano, de la hermana, del padre y de la hija, serían contadas, saboreadas y
quizá recriminadas por los enemigos. El rey, apoyándose en el decreto de la Convención,
pidió que la entrevista fuera sin testigos.
Los comisionados, responsables
ante la corporación municipal, que no se atrevían a desobedecer abiertamente a la Convención,
deliberaron para conciliar las intenciones del decreto con el rigor de la ley, y
convinieron en que la entrevista se celebrara en el comedor, que tenía una puerta
de cristales contigua a la habitación en que estaban los comisarios; la puerta debía
cerrarse después de entrar el rey y su familia, pero los comisarios podrían ver a los
presos al través de los cristales. De este modo si las actitudes, los gestos y las
lágrimas eran profanadas por las miradas extrañas, al menos las palabras no podrían
ser oídas.
El rey, poco antes del momento en que las princesas debían bajar,
dejó a su confesor en la torrecilla, temiendo que el aspecto del ministro de Dios
pusiera demasiado manifiesta la muerte a los ojos de la reina; pasó al comedor para
preparar los asientos y el espacio necesario para la última entretrevista
-Traed
agua y un vaso - dijo a su criado.
Había sobre la mesa una botella con agua helada,
y Clery se la mostró.
-Traed agua que no esté helada, porque si la reina bebiera,
podría hacerle daño.
Al fin se abrió la puerta, y la reina, llevando de la mano al
Delfín, precipitóse en los brazos del rey, e hizo un rápido movimiento como para arrastrarlo
a su habitación y substraerlo a la vista de los carceleros.
-No, no -dijo el rey
con voz sorda, sosteniendo a su esposa sobre el corazón y dirigiéndola hacia la sala-;
sólo puedo veros aquí.
Madame Isabel seguía con la princesa real, y Clery cerró
la puerta apenas entraron. El rey hizo que la reina se sentara en una silla a la
derecha, su hermana en otra a la izquierda y él en medio. Las sillas estaban tan inmediatas,
que las princesas, sólo con inclinarse, rodeaban los hombros del rey con sus brazos
y tenían las cabezas descansando sobre su seno. La princesa real, con la frente baja
y los cabellos tendidos sobre las rodillas de su padre, estaba como prosternada sobre
su cuerpo, el rey tenía al Delfín sentado sobre su muslo, con uno de los brazos pasado
alrededor del cuello. Estas cinco personas, así agrupadas y estrechándose convulsivamente
las unas en brazos de las otras, con los rostros ocultos sobre el pecho del rey,
sólo dejaban ver un grupo de cabezas, de brazos y de miembros palpitantes y agitados
por el estremecimiento de dolor y de las caricias, y de donde se escapaba en mal
articuladas y comprimidas palabras, en sordo murmullo o en desgarradores gritos,
la desesperación de aquellas cinco almas confundidas en una para ahogarse, despedazarse
y morir en un solo abrazo,
Durante mas de media hora ninguno pudo pronunciar
una sola palabra; sólo se oía un lamentable murmullo en que todas las voces se confundían
en un gemido común; se llamaban, se respondían, se provocaban unos a otros por sollozos
que se renovaban y acrecían por intervalos en gritos tan agudos y penetrantes, que
atravesaban las puertas, las ventanas y las paredes de la torre, llegando a los barrios
inmediatos; por último, la extenuación de fuerzas abatió hasta aquellos síntomas de dolor,
las lágrimas se secaron sobre los párpados, las cabezas se juntaron, como para suspender
todas las almas de los labios, y la conversación en voz baja, interrumpida de vez
en cuando por besos y abrazos, se prolongó durante dos horas, que puede decirse fueron
un solo abrazo.
Nadie de fuera oyó las confidencias del moribundo y de los
sobrevivientes; el sepulcro y los calabozos las ahogaron en pocos meses con los corazones,
Sólo la princesa real las conservó en la memoria, y las reveló mas tarde; pero la política
y la muerte pueden dejar traslucir las ternuras de un padre, de la conciencia de
un moribundo y de las secretas intenciones de un rey. Relaciones mutuas de pensamientos
después de la separación; recomendaciones repetidas de sacrificar a Dios toda venganza,
si alguna vez la inconstancia de los pueblos, que es la fortuna de los reyes, pusiera
a los enemigos en sus manos; arrebatos sobrenaturales del alma de Luis XVI hacia
el cielo; enternecimientos repentinos y recuerdos de la tierra en presencia de aquellos
seres queridos, cuyos brazos entrelazados parecían atraerlo y retenerlo en ella; una
esperanza vaga, exagerada por una tierna ficción a fin de moderar el dolor de la reina;
resignación de todo en manos de Dios; votos sublimes para que su vida no costara una
gota de sangre al pueblo; lecciones, más cristianas que reales, dadas y repetidas
al Delfín; y todo esto, interrumpido por los besos, las lágrimas, los abrazos, las
oraciones en común, y despedidas mas cariñosas y más secretas, pronunciadas en voz baja
al oído de la reina, llenaron las dos horas que duró la trágica entrevista. Desde fuera
sólo se oía un confuso murmullo de voces, y los comisarios dirigían de vez en cuando
una mirada furtiva al través de los cristales, como para advertir al rey que el plazo
expiraba.
Cuando, agotada la ternura en los corazones, las lágrimas en los
ojos y las voces en los labios, se levantó el rey y estrechó a toda su familia a la
vez en los brazos, la reina se arrojó a sus pies y le suplicó que le permitiese pasar
aquella última noche a su lado. El cariño obligó a Luis XVI a negarse, porque el enternecimiento
le gastaba la vida, pretextando la necesidad que tenía de algunas horas de tranquilidad
para tener al día siguiente todas sus fuerzas; pero prometió llamar a su familia al
otro día a las ocho.
-¿Por qué no a las siete? - preguntó la reina,
-Pues bien,
si, a las siete - respondió el rey.
-¿Nos lo prometéis? - dijeron todos.
-Os lo
prometo - repuso el rey.
Al atravesar la antecámara, la reina se suspendía con
ambos brazos al cuello del rey; la princesa real lo rodeaba con los suyos. Madame
Isabel abrazaba por el mismo lado el cuerpo de su hermano, y el Delfín, suspendido
de una mano por el rey y de otra por la reina, tropezaba entre las piernas del padre,
con el rostro levantado y los ojos fijos en él. A medida que se acercaban a la puerta
de la escalera, redoblaban los sollozos. Se separaban los unos de los brazos de los
otros y volvían a caer en ellos con todo el peso de su dolor. Por fin, el rey retrocedió
algunos pasos y tendiendo desde allí los brazos a la reina, le gritó con un tono de
voz en que resonaba a la vez todo el pasado de ternura, todo el presente de angustias
y todo el porvenir de eterna separación, pero en el que se distinguían, sin embargo,
tal serenidad, esperanza y alegría religiosa, que parecía revelar la cita vaga pero
confiada, en la eterna vida para volver a reunirse:
- ¡Adiós! ¡adiós!
Al
oír este adiós la joven princesa, se desprendió de los brazos de Madame Isabel y cayó
desvanecida y sin movimiento a los pies del rey. Clery, Madame Isabel y la reina
se precipitaron a levantarla, la sostuvieron y la condujeron hacia la escalera. Durante
aquel movi
m iento, el rey se separó con las manos sobre los ojos, y volviéndose desde el umbral
de la puerta de su aposento, que estaba entreabierta, gritó por última vez:
-¡Adiós!
Su
voz se estrelló contra el sollozo de su corazón y la puerta se cerró; corrió a la torrecilla
donde le esperaba el confesor. La agonía de la majestad había pasado.
El rey
cayó abrumado sobre una silla, permaneciendo largo rato sin poder hablar.
-¡Ah,
-exclamó al sacerdote Edgeworth-, qué entrevista acabo de tener! ¡por qué amo tanto!...
¡Ah! -añadió después de una pausa-; ¡por que soy tan amado!... ¡Pero esto acaba con el
tiempo -continuó con voz más varonil-, ocupémonos en la eternidad!
En aquel momento
entró Clery y suplicó al rey que tomara alimentos. Luis XVI rehusó al principio; pero,
después, reflexionando que tendría necesidad de fuerzas para luchar como hombre contra
los preparativos y la vista del suplicio, comió, aunque la comida no duró mas que cinco
minutos. El rey, en pie, sólo tomó un poco de pan y vino.
El sacerdote, que
conocía la fe de Luis XVI en los santos Misterios del cristianismo y que reservaba
proporcionarle la última alegría de que podía disfrutar en el calabozo, le pregunta
si no le serviría de consuelo verle celebrar el santo sacrificio de la misa al día
siguiente antes de amanecer, y recibir de su mano al Dios que se hizo hombre para
sufrir por nosotros y se transformó en alimento espiritual de las almas. El rey, privado
hacía mucho tiempo de asistir a las ceremonias sagradas, se conmovió de sorpresa y
alegría, al pensar en que el Dios del Calvario iba a visitarlo en el calabozo a su
última hora, como amigo que sale al encuentro de otro; pero no esperaba obtener aquel
favor de la dureza e impiedad de los comisarios del ayuntamiento.
El sacerdote,
animado por las muestras de respeto que Garat le había dado, tuvo más confianza; bajó
a la sala del consejo y pidió la autorización y los medios para celebrar el divino
sacrificio en el aposento del rey: la hostia, el vino, un cáliz y las vestiduras sacerdotales.
Los comisarios, indecisos, temiendo por un lado rehusar aquel consuelo a un moribundo,
y, por otro, que se les acusara de fanatismo, si permitían las ceremonias del culto
repudiado, deliberaron largo tiempo en voz baja.
Quién nos responde -dijo uno
de ellos al eclesiástico- que no envenenaréis al condenado con la hostia? ¿Sería la primera
vez que se ha envenenado a los reyes con el pan de la vida?
El confesor quitó
todo pretexto a la sospecha, rogando a los municipales que le proporcionaran ellos
el vino, la hostia, el cáliz y los ornamentos del altar; y volvió a comunicar al rey
esta dicha.
Luís, XVI consideró este consuelo como el primer rayo de la inmortalidad.
Se recogió en sí mismo, se arrodilló, repasó ante Dios los actos, los pensamientos y
las intenciones de toda su vida, y aceptó vivo, no ante la posteridad, ni ante los
hombres, sino ante Dios, el juicio que los reyes de Egipto sólo sufrían en la tumba.
A
media noche, el sentenciado se acostó y durmió tan apaciblemente como si al día siguiente
no debiera morir. El sacerdote pasó las horas rezando en la habitación de Clery, separada
del aposento del rey por un tabique de tablas, y desde donde se oía la respiración
acompasada y tranquila del durmiente, que atestiguaba la regularidad de los movimientos
de su corazón como los de la péndola de un reloj que va a pararse. A las cinco fue
necesario despertarlo.
-¿Han dado las cinco? - preguntó a Clery.
-En el reloj
de la torre, todavía no -le respondió-; pero sí en otros muchos de la ciudad.
-He
dormido bien -repuso el rey-. Lo necesitaba, porque el día de ayer me había fatigado.
Clery
encendio luz, ayudó a vestir al rey, preparó el altar en medio del aposento y el sacerdote
celebró la misa. Luis XVI, de rodillas, con un devocionario en la mano, parecía unir
su alma a la significación y a las palabras de aquella ceremonia, en que el sacerdote
hace la conmemoración de la última comida, de la agonía, de la muerte, de la resurrección
y de la transubstanciación de Cristo, ofreciéndose como víctima a su Padre y dándose
como alimento a sus hermanos.
Recibió el cuerpo del Señor bajo los accidentes
de pan consagrado, y se creyó fortificado contra la muerte, llevando en el corazón
la prenda divina de otra vida. Después de la misa, mientras el sacerdote se despojaba
de los ornamentos, el rey pasó solo a la torrecilla, donde entró Clery para pedirle
de rodillas la bendición. Luis XVI se la dio, encargándole que la diese el en su nombre
a todos los que le habían sido adictos, y en particular a los carceleros, que, como
Turgy, se habían compadecido de él y dulcificado los rigores del cautiverio. Después,
llevándolo al hueco de una ventana, le entregó furtivamente un sello que separó de su
reloj, un paquetito que se sacó del pecho y el anillo de desposorio que se quitó del
dedo,
-Entregaréis después de mi muerte -le dijo- este sello a mi hijo y este
anillo a la reina. Decidle que lo dejo con sentimiento y para que no sea profanado
con mi cuerpo... Este paquete contiene cabellos de toda mi familia; se lo entregaréis
también. Decid a la reina, a mis queridos hijos y hermana, que les había prometido
verlos hoy, pero que he querido evitarles el dolor de una separación tan cruel. ¡Cuánto
me cuesta marchar sin recibir sus últimos besos!... - Los sollozos le impidieron continuar;
pero, cuando logró reponerse, añadió-: Os encargo que les digáis adiós de mi parte.
Clery
se retiró bañado en llanto. Un momento después el rey salió de su gabinete y pidió unas
tijeras para que el criado le cortase el cabello, única herencia que podía dejar a
su familia, y hasta esta gracia se le negó. Clery solicitó de los municipales el favor
de que le permitieran acompañar a su amo para desnudarlo en el patíbulo, a fin de que
la mano de un criado piadoso reemplazara a la afrentosa mano del verdugo.
-El
verdugo basta para eso - respondió uno de los comisarios.
El rey volvió a retirarse.
El
confesor entró en la torrecilla y lo encontró calentándose junto a la estufa, y pensando,
al parecer con triste alegría, en el próximo término de sus tribulaciones.
-¡Dios
mío! -exclamó el rey-, ¡qué dichoso soy por haber conservado la fe sobre el trono! ¿dónde
estaría hoy sin esta esperanza? Sí: existe en el Cielo un juez incorruptible que sabrá
dispensarme la justicia que los hombres me niegan en la tierra.
Empezaba a
amanecer y la luz del nuevo día penetraba en la torre al través de las barras de hierro.
Se oía distintamente el ruido de los tambores que tocaban llamada en todos los cuarteles
a los ciudadanos armados; los pasos de los caballos de la gendarmería, y el estruendo
de las ruedas de los cañones y de las cajas de municiones que variaban de sitio en
los patios del Temple. El rey oyó todo aquello con indiferencia, y explicaba las diferentes
clases de ruido al confesor.
-Eso es probablemente la guardia nacional, que
empieza a reunirse -dijo al oír la primera llamada.
Algunos momentos después
oyéronse las herraduras de muchos caballos en el empedrado al pie de la torre, y las
voces de los oficiales que formaban las tropas en orden de batalla.
-Ya se
acercan -dijo interrumpiendo y volviendo a seguir la conversación.
Estaba sin
impaciencia y sin temor, como quien llega primero a una cita donde le hacen aguardar.
Espero mucho tiempo. Por espacio de dos horas llamaban con varios pretextos a la
puerta de su aposento, y cada vez creía el confesor que era la ultima. El rey se levantaba
sin turbación, iba a abrir, contestaba y volvía a tornar asiento.
A las nueve
resonaron en la escalera pasos tumultuosos y las puertas se abrieron con estrépito;
se presentó Santerre acompañado de doce municipales y a la cabeza de diez gendarmes,
que colocó en el gabinete formando dos filas. El rey, al oír aquel bullicio, entreabrió
la puerta, y preguntó a Santerre con voz firme:
-¿Venís a buscarme? Esperadme
allí un instante - y señaló con el dedo la entrada de su cuarto, cerró la puerta, y volvió
a ponerse de rodillas a los pies del confesor-. Todo está consumado, padre mío -le
dijo-. Dadme la última bendición y rogad a Dios que me sostenga hasta el fin.
Se
levantó, abrió la puerta, marchó con frente serena y la majestad de la muerte en el
aspecto y el rostro, y se colocó entre la doble fila de gendarmes. Llevaba en la mano
un papel doblado que era el testamento, y, dirigiéndose a un municipal que estaba
frente a él, le dijo:
-¡Os ruego que entreguéis este papel a la reina!
Un
movimiento de admiración que advirtió en los rostros republicanos, le hizo comprender
que había cometido un error, y lo enmendó, diciendo:
-A mi esposa.
El
municipal retrocedió y contestó toscamente:
-Eso no es incumbencia mía; sólo estoy
aquí para conduciros al cadalso.
Este municipal era Jacobo Roux, sacerdote
que había abandonado su ministerio y sus sentimientos caritativos al dejar el traje.
-Es
verdad -repuso el rey en voz baja, profundamente contristado.
Luego, mirando
los rostros y volviéndose hacia aquel cuya expresión más dulce le revelaba un corazón
menos implacable, se acercó al municipal Gobeau y le dijo:
-Os ruego que entreguéis
este papel a mi esposa; podéis leerlo, hay en él disposiciones que la corporación municipal
debe conocer-. El municipal, con asentimiento de sus colegas, recibió el testamento.
Temiendo
Clery, como el ayuda de cámara de Carlos I, que el frío hiciera parecer que Luis XVI
temblaba ante el cadalso, le presentó su capa, y el rey le dijo:
-No, no la
necesito, dadme sólo mi sombrero.
Al recibirlo, cogió la mano a su fiel servidor
y la estrechó con fuerza en señal de inteligencia y despedida; luego, volviéndose hacia
Santerre y mirándole cara a cara, con gesto de resolución y tono de mando, dijo:
-Marchemos,
Parecía
que Santerre y la tropa le seguían mas bien que le escoltaban. El rey bajó con paso
firme la escalera de la torre, y viendo en el vestíbulo al portero llamado Mathey,
que le había faltado al respeto el día antes y a quien había reprendido con irritación
su insolencia, se adelantó hacia él y le dijo:
-He sido ayer un poco vivo con vos;
perdonadme en un momento como éste.
Mathey, en vez de responderle, volvió la cabeza
y se retiró, como si el contacto del moribundo hubiera sido contagioso.
Al
atravesar a pie el primer patio, el rey se volvió dos veces hacia la torre y levantó
la vista en dirección a las ventanas de la reina; en esta mirada iba toda su alma
a llevar un mudo adiós a cuanto dejaba de sí mismo en la prisión. Un coche lo esperaba
a la entrada del segundo patio, y de los dos gendarmes que estaban en la portezuela,
uno subió primero y se sentó al vidrio; el rey entró después e hizo colocar a su confesor
a la izquierda; el segundo gendarme entró el último y cerró. El coche se puso en marcha.
-¡Pueblo -dijo Luis
XVI con voz que resonó en el silencio y que se oyó en el extremo opuesto de la plaza-
pueblo, muero inocente de todos los crímenes que se me imputan: perdono a los autores
de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no caiga nunca sobre
Francia!... |