EL SUPLICIO DE UN MONARCA


LUIS XVI
        El acto de conspirar es tan viejo como la humanidad, y junto a la pobreza, el fanatismo, la discriminación, el terrorismo y revolución social, son necesidades que por siempre vivirán entre nosotros depurando nuestra condición humana.
       La
Revolución Francesa la considero el más importante acontecimiento en el desarrollo social del hombre desde la muerte de Cristo. Si no hubiera habido Revolución Francesa, no hubiera habido independencia de colonias hispanoamericanas durante los 50 años después, el sistema feudal quizás seguiría existiendo y retrasando el desarrollo de la humanidad. Quizás hubiera atrasado por décadas la venidera revolución industrial. No hubiera habido Marsellesa, ni Napoleón, ni Waterloo... ni existirían los conceptos de "Libertad, Igualdad, Fraternidad", o el concepto "república" tal como lo conocemos hoy día... Y las sociedades secretas masónicas, fracasada su conspiración, hubieran sido exterminadas en Francia.
       Hasta hace tan poco como el siglo pasado se ocultaba la realidad que los Masones (albañiles en francés) fueron los arquitectos de la Revolución Francesa. La clase intelectual francesa y muchos en la nobleza, a finales de la segunda mitad del siglo XVIII se enorgullecían de pertenecer a estas sociedades secretas que florecían en la Francia del rey
Luis XV, llamado "el bien amado". Para entonces la clase aristócrata poseía tierra, pero carecía de dinero, y los comuneros (plebeyos) prosperaban con el comercio, y aunque no poseían tierras, tenían dinero, así generando la nueva y poderosa clase burguesa... El choque fue ineludible, pero el destino tocó a la puerta del sucesor de Luis XV: su nieto Luis XVI de Borbón.
       En general, los historiadores retratan a
Luis XVI como un monarca bueno, a diferencia de sus autoritarios antepasados, pero era manipulable y débil, sin embargo, su matrimonio con María Antonieta de Habsburgo, hija de la emperatriz de Austria, selló su fatal destino. "La austríaca" como la llamaban los revolucionarios franceses, resultó ser fría, intrigante, astuta, e impositiva; influenciaba negativamente en las cuestiones de gobierno en su no muy inteligente esposo. Pero Luis XVI había heredado una nación económicamente casi en ruinas y abrumada en impuestos. Irónicamente también tuvo de ministros la sangre y nata de su reino que a pesar de exitosamente moderadas reformas económicas, no pudieron salvar al monarca ni a la monarquía.
       Al Suplicio del rey francés, ordenado por la Convención Nacional, le siguió el terror con
Robespierre, Marat, Saint-Just, Desmoulins, Couthón, Santerre... pero también conoció la justicia y conciencia de república con Madame Roland, Carlotta Corday, Vergniaud... ¡Todos cayeron a su tiempo al filo de la guillotina... Pero el terror y la guillotina hizo temblar a las monarquías déspotas medievales de toda Europa, y las forzó a permutar sus sistemas socioeconómicos... Pero sobretodo, 30 millones de franceses acabaron con el sistema de privilegios, casta y clase de la monarquía absoluta, si bien, como toda Revolución, terminó en dictadura... pero conocieron la libertad, y la unidad... Y Francia conoció la gloria en las siguientes tres décadas...
       
Luis XVI murió en la guillotina el 21 de Enero de 1793, y sus últimas 24 horas han sido inmortalizadas en muchos libros. Yo comparto lo que escribió el poeta, literato y político francés Alfonso de Lamartine (1790-1869) en su libro Historia de la Revolución Francesa (Tomo II)...

Tamen

      

A la caída de la tarde del miércoles 20 de enero, un desconocido llamó la puerta del retiro ignorado en que habitaba aquel pobre sacerdote y le suplicó que lo siguiera al lugar donde se celebraban las sesiones del Consejo de ministros. El señor Firmont siguió al desconocido y cuando llegaron a las Tullerías fue introducido en el gabinete en que los ministros deliberaron acerca de la ejecución del suplicio, que la Convención había puesto bajo su responsabilidad. Garat, filósofo sensible; Lebrón, diplomático, Roland, republicano clemente y que amaba al hombre en el rey, hubieran querido separar de sus nombres y de su memoria, la siniestra misión que el destino les confiaba; pero ya no era tiempo. Solidarios de los girondinos, rehenes de los jacobinos en el ministerio, era indispensable ejecutar o morir. Su fisonomía, su agitación y su estupor revelaban el horror de la agitación que experimentaban, y procuraban engañarse a sí mismos, a fuerza de miramientos de compasión. Se levantaron, rodearon al sacerdote, honraron su valor y protegieron su misión.

Garat tomó al confesor en su coche y lo condujo al Temple. Durante el camino, el ministro de la Convención desahogó desesperación en el seno del ministro de Dios.
-¡Gran Dios! -exclamó-. ¡De qué horrorosa misión me veo encargado! ¡Qué hombre! -añadió, hablando de Luis XVI -¡Qué resignación! ¡Que valor! ¡No, la naturaleza sola no podría dar tantas fuerzas; indudablemente hay en él algo de sobrehumano!

El sacerdote guardó silencio, temiendo ofender al ministro. Aquellos dos hombres no hablaron más hasta llegar a la puerta de la torre, que se abrió tan pronto como fue pronunciado el nombre de Garat. Después de atravesar una sala llena de hombres armados, el ministro y el confesor fueron a otra más grande. Las bóvedas, los deteriorados ornamentos de arquitectura y las escaleras ¿un altar derribado, revelaban que era una capilla antigua, desde largo tiempo profanada. Doce comisarios de la corporación municipal celebraban consejo en aquella sala; sus rostros, sus palabras la carencia absoluta de sentimientos y hasta de decoro ante la muerte, que caracterizaban a aquellos hombres, revelaban esas naturalezas brutales, incapaces de respetar nada en el enemigo, ni siquiera el dolor supremo y la muerte. Sólo uno o dos rostros más jóvenes que los otros, ocultaban a sus colegas algunos signos furtivos de inteligencia con los ojos del sacerdote. El ministro subió mientras registraban al señor Firmont, y después condujeron al confesor al aposento del rey, quien, al verlo, corrió hacia él, cerró la puerta del cuarto para que nadie lo interrumpiese.

El sacerdote se puso a los pies del penitente y lloró antes consolar. El rey tampoco pudo contener las lágrimas, y dijo al sacerdote, levantándolo: -Perdonadme este momento de debilidad; vivo desde hace tanto tiempo en medio de enemigos, que la costumbre me ha hecho ya insensible a su odio, y mi corazón se ha cerrado a los sentimientos de ternura; pero la presencia de un amigo fiel me devuelve la sensibilidad, que creía extinguida, y me enternezco a pesar mío.

El rey llevó después al señor Firmont a la torrecilla retirada donde acostumbraba ocultarse con sus pensamientos. Una mesa, dos sillas, una mezquina estufa de loza, parecida a los pequeños hogares portátiles con que las mujeres de los artesanos pobres calientan sus buhardillas; algunos libros y una imagen de Cristo en la cruz esculpida en marfil, amueblaban aquella celda. El rey hizo sentar al sacerdote, y él tomó asiento enfrente, al otro lado de la estufa.

-Vedme aquí -le dijo el condenado- ocupado en el exclusivo y gran negocio que puede interesarme ya en la vida, en reconciliarme con Dios, para entrar en la eternidad.

Al decir esto, sacó del pecho un papel y rompió el sello. Era su testamento; lo leyó dos veces despacio, para que ninguno de los pensamientos que expresaba en él escapara a la censura del sacerdote, a quien reconocía como juez. El rey manifestaba temer que, al perdonar a sus enemigos, se hubiera deslizado contra su voluntad alguna reconvención, que disminuyera involuntariamente la dulzura y santidad de su despedida. Su voz no se enterneció ni sus ojos se humedecieron más que al pronunciar los nombres de la reina, de su hermana y de sus hijos. Toda su sensibilidad, dominada o amortiguada, reaparecía al evocar la imagen y el destino de los seres queridos. Nada tenía vivo ni que sufriese en él sobre a tierra más que su familia.

Después de la lectura del testamento el rey y el sacerdote hablaron de los sucesos de los últimos meses, que Luis XVI desconocía. Se informó de la suerte de muchas personas que amaba entristeciéndose con las persecuciones de los unos y alegrándose de la fuga y salvación de los otros; hablando de todos, no con la influencia de quien se aleja para siempre de la patria, sino con la curiosidad de quien acaba de llegar y desea informarse de la suerte de aquellos a quienes ha amado. Aunque oyó dar las horas de la noche en el reloj de las torres vecinas, y sólo le quedaban horas de vida, retardó el momento de ocuparse en las prácticas piadosas para las que había llamado al confesor. A las siete debía ver por última vez a su familia, y la aproximación de este momento a la vez tan deseado y tan temible le inquietaba mil veces más que el pensamiento del cadalso. No quería que aquellas últimas angustias de su vida turbaran la calma de su preparación para la muerte, ni que las lágrimas se mezclasen con la sangre en el sacrificio que de sí mismo iba a hacer a Dios y a los hombres.

La reina y las princesas, con el oído aplicado siempre a las ventanas, habían sabido, durante le día, la negativa del plazo para la ejecución y que esta debía verificarse en el término de veinticuatro horas según anunciaban las voces de los pregoneros que divulgaban la sentencia por todos los barrios de París. Ya no quedaba ninguna esperanza y una sola duda ocasionaba su ansiedad ¿Moriría el rey sin volver a verlas, sin abrazarlas, sin bendecirlas? Un desahogo de ternura a sus pies, un abrazo postrero sobre su corazón, una palabra que oír y que retener, una mirada que guardar en el alma, a esto se limitaban toda su esperanza, todo su deseo y todas sus súplicas. Agrupadas desde la mañana en silencio y orando bañadas en llanto en la cámara de la reina, interpretando con el corazón hasta el más pequeño ruido, preguntando con la vista a todos los rostros, no supieron hasta después que la Convención les permitía ver al rey; fue un placer en la agonía, para el que se prepararon mucho tiempo antes de alcanzarlo. En pie y arrimadas a la puerta, suplicaban a los comisarios y a los carceleros, a quienes no cesaban de preguntar, pareciéndoles que su impaciencia había de apresurar las horas, y que los latidos de sus corazones obligarían a aquellas puertas a abrirse más pronto.

El rey, por su parte, aunque más tranquilo en apariencia padecía menos turbación. Nunca había profesado mas que un amor: el de su esposa; una amistad, la de su hermana; una alegría, sus hijos. Estas ternuras del hombre, distraídas y enfriadas, aunque nunca extinguidas sobre el trono, se habían recogido, exaltado y como incrustado en su alma después de los ataques de la adversidad, y mucho más aún después de la soledad de la prisión. ¡Hacía tanto tiempo que el mundo no existía ya para él, más que en aquel reducido número de personas en que se multiplicaban sus afectos, sus alegrías y sus dolores! Además, temer, esperar y sufrir tanto, siempre juntos, es tener una comunidad de vida y de pensamientos, Las lágrimas, recíprocamente vertidas son el cimiento de los corazones; los padecimientos comunes unen mil veces mas que 1as mismas alegrías; aquellas cinco almas no tenían mas que un sola sensibilidad, y una cosa sola turbaba anticipadamente su entrevista, y era la idea de que en ella su desesperación y ternura habían de tener espectadores; que las más secretas palpitaciones del corazón del esposo, de la esposa, del hermano, de la hermana, del padre y de la hija, serían contadas, saboreadas y quizá recriminadas por los enemigos. El rey, apoyándose en el decreto de la Convención, pidió que la entrevista fuera sin testigos.

Los comisionados, responsables ante la corporación municipal, que no se atrevían a desobedecer abiertamente a la Convención, deliberaron para conciliar las intenciones del decreto con el rigor de la ley, y convinieron en que la entrevista se celebrara en el comedor, que tenía una puerta de cristales contigua a la habitación en que estaban los comisarios; la puerta debía cerrarse después de entrar el rey y su familia, pero los comisarios podrían ver a los presos al través de los cristales. De este modo si las actitudes, los gestos y las lágrimas eran profanadas por las miradas extrañas, al menos las palabras no podrían ser oídas.

El rey, poco antes del momento en que las princesas debían bajar, dejó a su confesor en la torrecilla, temiendo que el aspecto del ministro de Dios pusiera demasiado manifiesta la muerte a los ojos de la reina; pasó al comedor para preparar los asientos y el espacio necesario para la última entretrevista

-Traed agua y un vaso - dijo a su criado.
Había sobre la mesa una botella con agua helada, y Clery se la mostró.
-Traed agua que no esté helada, porque si la reina bebiera, podría hacerle daño.
Al fin se abrió la puerta, y la reina, llevando de la mano al Delfín, precipitóse en los brazos del rey, e hizo un rápido movimiento como para arrastrarlo a su habitación y substraerlo a la vista de los carceleros.
-No, no -dijo el rey con voz sorda, sosteniendo a su esposa sobre el corazón y dirigiéndola hacia la sala-; sólo puedo veros aquí.

Madame Isabel seguía con la princesa real, y Clery cerró la puerta apenas entraron. El rey hizo que la reina se sentara en una silla a la derecha, su hermana en otra a la izquierda y él en medio. Las sillas estaban tan inmediatas, que las princesas, sólo con inclinarse, rodeaban los hombros del rey con sus brazos y tenían las cabezas descansando sobre su seno. La princesa real, con la frente baja y los cabellos tendidos sobre las rodillas de su padre, estaba como prosternada sobre su cuerpo, el rey tenía al Delfín sentado sobre su muslo, con uno de los brazos pasado alrededor del cuello. Estas cinco personas, así agrupadas y estrechándose convulsivamente las unas en brazos de las otras, con los rostros ocultos sobre el pecho del rey, sólo dejaban ver un grupo de cabezas, de brazos y de miembros palpitantes y agitados por el estremecimiento de dolor y de las caricias, y de donde se escapaba en mal articuladas y comprimidas palabras, en sordo murmullo o en desgarradores gritos, la desesperación de aquellas cinco almas confundidas en una para ahogarse, despedazarse y morir en un solo abrazo,

Durante mas de media hora ninguno pudo pronunciar una sola palabra; sólo se oía un lamentable murmullo en que todas las voces se confundían en un gemido común; se llamaban, se respondían, se provocaban unos a otros por sollozos que se renovaban y acrecían por intervalos en gritos tan agudos y penetrantes, que atravesaban las puertas, las ventanas y las paredes de la torre, llegando a los barrios inmediatos; por último, la extenuación de fuerzas abatió hasta aquellos síntomas de dolor, las lágrimas se secaron sobre los párpados, las cabezas se juntaron, como para suspender todas las almas de los labios, y la conversación en voz baja, interrumpida de vez en cuando por besos y abrazos, se prolongó durante dos horas, que puede decirse fueron un solo abrazo.

Nadie de fuera oyó las confidencias del moribundo y de los sobrevivientes; el sepulcro y los calabozos las ahogaron en pocos meses con los corazones, Sólo la princesa real las conservó en la memoria, y las reveló mas tarde; pero la política y la muerte pueden dejar traslucir las ternuras de un padre, de la conciencia de un moribundo y de las secretas intenciones de un rey. Relaciones mutuas de pensamientos después de la separación; recomendaciones repetidas de sacrificar a Dios toda venganza, si alguna vez la inconstancia de los pueblos, que es la fortuna de los reyes, pusiera a los enemigos en sus manos; arrebatos sobrenaturales del alma de Luis XVI hacia el cielo; enternecimientos repentinos y recuerdos de la tierra en presencia de aquellos seres queridos, cuyos brazos entrelazados parecían atraerlo y retenerlo en ella; una esperanza vaga, exagerada por una tierna ficción a fin de moderar el dolor de la reina; resignación de todo en manos de Dios; votos sublimes para que su vida no costara una gota de sangre al pueblo; lecciones, más cristianas que reales, dadas y repetidas al Delfín; y todo esto, interrumpido por los besos, las lágrimas, los abrazos, las oraciones en común, y despedidas mas cariñosas y más secretas, pronunciadas en voz baja al oído de la reina, llenaron las dos horas que duró la trágica entrevista. Desde fuera sólo se oía un confuso murmullo de voces, y los comisarios dirigían de vez en cuando una mirada furtiva al través de los cristales, como para advertir al rey que el plazo expiraba.

Cuando, agotada la ternura en los corazones, las lágrimas en los ojos y las voces en los labios, se levantó el rey y estrechó a toda su familia a la vez en los brazos, la reina se arrojó a sus pies y le suplicó que le permitiese pasar aquella última noche a su lado. El cariño obligó a Luis XVI a negarse, porque el enternecimiento le gastaba la vida, pretextando la necesidad que tenía de algunas horas de tranquilidad para tener al día siguiente todas sus fuerzas; pero prometió llamar a su familia al otro día a las ocho.

-¿Por qué no a las siete? - preguntó la reina,
-Pues bien, si, a las siete - respondió el rey.
-¿Nos lo prometéis? - dijeron todos.
-Os lo prometo - repuso el rey.

Al atravesar la antecámara, la reina se suspendía con ambos brazos al cuello del rey; la princesa real lo rodeaba con los suyos. Madame Isabel abrazaba por el mismo lado el cuerpo de su hermano, y el Delfín, suspendido de una mano por el rey y de otra por la reina, tropezaba entre las piernas del padre, con el rostro levantado y los ojos fijos en él. A medida que se acercaban a la puerta de la escalera, redoblaban los sollozos. Se separaban los unos de los brazos de los otros y volvían a caer en ellos con todo el peso de su dolor. Por fin, el rey retrocedió algunos pasos y tendiendo desde allí los brazos a la reina, le gritó con un tono de voz en que resonaba a la vez todo el pasado de ternura, todo el presente de angustias y todo el porvenir de eterna separación, pero en el que se distinguían, sin embargo, tal serenidad, esperanza y alegría religiosa, que parecía revelar la cita vaga pero confiada, en la eterna vida para volver a reunirse:

- ¡Adiós! ¡adiós!

Al oír este adiós la joven princesa, se desprendió de los brazos de Madame Isabel y cayó desvanecida y sin movimiento a los pies del rey. Clery, Madame Isabel y la reina se precipitaron a levantarla, la sostuvieron y la condujeron hacia la escalera. Durante aquel movi m iento, el rey se separó con las manos sobre los ojos, y volviéndose desde el umbral de la puerta de su aposento, que estaba entreabierta, gritó por última vez:

-¡Adiós!

Su voz se estrelló contra el sollozo de su corazón y la puerta se cerró; corrió a la torrecilla donde le esperaba el confesor. La agonía de la majestad había pasado.

El rey cayó abrumado sobre una silla, permaneciendo largo rato sin poder hablar.
-¡Ah, -exclamó al sacerdote Edgeworth-, qué entrevista acabo de tener! ¡por qué amo tanto!... ¡Ah! -añadió después de una pausa-; ¡por que soy tan amado!... ¡Pero esto acaba con el tiempo -continuó con voz más varonil-, ocupémonos en la eternidad!

En aquel momento entró Clery y suplicó al rey que tomara alimentos. Luis XVI rehusó al principio; pero, después, reflexionando que tendría necesidad de fuerzas para luchar como hombre contra los preparativos y la vista del suplicio, comió, aunque la comida no duró mas que cinco minutos. El rey, en pie, sólo tomó un poco de pan y vino.

El sacerdote, que conocía la fe de Luis XVI en los santos Misterios del cristianismo y que reservaba proporcionarle la última alegría de que podía disfrutar en el calabozo, le pregunta si no le serviría de consuelo verle celebrar el santo sacrificio de la misa al día siguiente antes de amanecer, y recibir de su mano al Dios que se hizo hombre para sufrir por nosotros y se transformó en alimento espiritual de las almas. El rey, privado hacía mucho tiempo de asistir a las ceremonias sagradas, se conmovió de sorpresa y alegría, al pensar en que el Dios del Calvario iba a visitarlo en el calabozo a su última hora, como amigo que sale al encuentro de otro; pero no esperaba obtener aquel favor de la dureza e impiedad de los comisarios del ayuntamiento.

El sacerdote, animado por las muestras de respeto que Garat le había dado, tuvo más confianza; bajó a la sala del consejo y pidió la autorización y los medios para celebrar el divino sacrificio en el aposento del rey: la hostia, el vino, un cáliz y las vestiduras sacerdotales. Los comisarios, indecisos, temiendo por un lado rehusar aquel consuelo a un moribundo, y, por otro, que se les acusara de fanatismo, si permitían las ceremonias del culto repudiado, deliberaron largo tiempo en voz baja.

Quién nos responde -dijo uno de ellos al eclesiástico- que no envenenaréis al condenado con la hostia? ¿Sería la primera vez que se ha envenenado a los reyes con el pan de la vida?

El confesor quitó todo pretexto a la sospecha, rogando a los municipales que le proporcionaran ellos el vino, la hostia, el cáliz y los ornamentos del altar; y volvió a comunicar al rey esta dicha.

Luís, XVI consideró este consuelo como el primer rayo de la inmortalidad. Se recogió en sí mismo, se arrodilló, repasó ante Dios los actos, los pensamientos y las intenciones de toda su vida, y aceptó vivo, no ante la posteridad, ni ante los hombres, sino ante Dios, el juicio que los reyes de Egipto sólo sufrían en la tumba.

A media noche, el sentenciado se acostó y durmió tan apaciblemente como si al día siguiente no debiera morir. El sacerdote pasó las horas rezando en la habitación de Clery, separada del aposento del rey por un tabique de tablas, y desde donde se oía la respiración acompasada y tranquila del durmiente, que atestiguaba la regularidad de los movimientos de su corazón como los de la péndola de un reloj que va a pararse. A las cinco fue necesario despertarlo.

-¿Han dado las cinco? - preguntó a Clery.
-En el reloj de la torre, todavía no -le respondió-; pero sí en otros muchos de la ciudad.
-He dormido bien -repuso el rey-. Lo necesitaba, porque el día de ayer me había fatigado.

Clery encendio luz, ayudó a vestir al rey, preparó el altar en medio del aposento y el sacerdote celebró la misa. Luis XVI, de rodillas, con un devocionario en la mano, parecía unir su alma a la significación y a las palabras de aquella ceremonia, en que el sacerdote hace la conmemoración de la última comida, de la agonía, de la muerte, de la resurrección y de la transubstanciación de Cristo, ofreciéndose como víctima a su Padre y dándose como alimento a sus hermanos.

Recibió el cuerpo del Señor bajo los accidentes de pan consagrado, y se creyó fortificado contra la muerte, llevando en el corazón la prenda divina de otra vida. Después de la misa, mientras el sacerdote se despojaba de los ornamentos, el rey pasó solo a la torrecilla, donde entró Clery para pedirle de rodillas la bendición. Luis XVI se la dio, encargándole que la diese el en su nombre a todos los que le habían sido adictos, y en particular a los carceleros, que, como Turgy, se habían compadecido de él y dulcificado los rigores del cautiverio. Después, llevándolo al hueco de una ventana, le entregó furtivamente un sello que separó de su reloj, un paquetito que se sacó del pecho y el anillo de desposorio que se quitó del dedo,

-Entregaréis después de mi muerte -le dijo- este sello a mi hijo y este anillo a la reina. Decidle que lo dejo con sentimiento y para que no sea profanado con mi cuerpo... Este paquete contiene cabellos de toda mi familia; se lo entregaréis también. Decid a la reina, a mis queridos hijos y hermana, que les había prometido verlos hoy, pero que he querido evitarles el dolor de una separación tan cruel. ¡Cuánto me cuesta marchar sin recibir sus últimos besos!... - Los sollozos le impidieron continuar; pero, cuando logró reponerse, añadió-: Os encargo que les digáis adiós de mi parte.

Clery se retiró bañado en llanto. Un momento después el rey salió de su gabinete y pidió unas tijeras para que el criado le cortase el cabello, única herencia que podía dejar a su familia, y hasta esta gracia se le negó. Clery solicitó de los municipales el favor de que le permitieran acompañar a su amo para desnudarlo en el patíbulo, a fin de que la mano de un criado piadoso reemplazara a la afrentosa mano del verdugo.

-El verdugo basta para eso - respondió uno de los comisarios.
El rey volvió a retirarse.

El confesor entró en la torrecilla y lo encontró calentándose junto a la estufa, y pensando, al parecer con triste alegría, en el próximo término de sus tribulaciones.

-¡Dios mío! -exclamó el rey-, ¡qué dichoso soy por haber conservado la fe sobre el trono! ¿dónde estaría hoy sin esta esperanza? Sí: existe en el Cielo un juez incorruptible que sabrá dispensarme la justicia que los hombres me niegan en la tierra.

Empezaba a amanecer y la luz del nuevo día penetraba en la torre al través de las barras de hierro. Se oía distintamente el ruido de los tambores que tocaban llamada en todos los cuarteles a los ciudadanos armados; los pasos de los caballos de la gendarmería, y el estruendo de las ruedas de los cañones y de las cajas de municiones que variaban de sitio en los patios del Temple. El rey oyó todo aquello con indiferencia, y explicaba las diferentes clases de ruido al confesor.

-Eso es probablemente la guardia nacional, que empieza a reunirse -dijo al oír la primera llamada.

Algunos momentos después oyéronse las herraduras de muchos caballos en el empedrado al pie de la torre, y las voces de los oficiales que formaban las tropas en orden de batalla.

-Ya se acercan -dijo interrumpiendo y volviendo a seguir la conversación.

Estaba sin impaciencia y sin temor, como quien llega primero a una cita donde le hacen aguardar. Espero mucho tiempo. Por espacio de dos horas llamaban con varios pretextos a la puerta de su aposento, y cada vez creía el confesor que era la ultima. El rey se levantaba sin turbación, iba a abrir, contestaba y volvía a tornar asiento.

A las nueve resonaron en la escalera pasos tumultuosos y las puertas se abrieron con estrépito; se presentó Santerre acompañado de doce municipales y a la cabeza de diez gendarmes, que colocó en el gabinete formando dos filas. El rey, al oír aquel bullicio, entreabrió la puerta, y preguntó a Santerre con voz firme:

-¿Venís a buscarme? Esperadme allí un instante - y señaló con el dedo la entrada de su cuarto, cerró la puerta, y volvió a ponerse de rodillas a los pies del confesor-. Todo está consumado, padre mío -le dijo-. Dadme la última bendición y rogad a Dios que me sostenga hasta el fin.

Se levantó, abrió la puerta, marchó con frente serena y la majestad de la muerte en el aspecto y el rostro, y se colocó entre la doble fila de gendarmes. Llevaba en la mano un papel doblado que era el testamento, y, dirigiéndose a un municipal que estaba frente a él, le dijo:

-¡Os ruego que entreguéis este papel a la reina!

Un movimiento de admiración que advirtió en los rostros republicanos, le hizo comprender que había cometido un error, y lo enmendó, diciendo:

-A mi esposa.

El municipal retrocedió y contestó toscamente:

-Eso no es incumbencia mía; sólo estoy aquí para conduciros al cadalso.

Este municipal era Jacobo Roux, sacerdote que había abandonado su ministerio y sus sentimientos caritativos al dejar el traje.

-Es verdad -repuso el rey en voz baja, profundamente contristado.

Luego, mirando los rostros y volviéndose hacia aquel cuya expresión más dulce le revelaba un corazón menos implacable, se acercó al municipal Gobeau y le dijo:

-Os ruego que entreguéis este papel a mi esposa; podéis leerlo, hay en él disposiciones que la corporación municipal debe conocer-. El municipal, con asentimiento de sus colegas, recibió el testamento.

Temiendo Clery, como el ayuda de cámara de Carlos I, que el frío hiciera parecer que Luis XVI temblaba ante el cadalso, le presentó su capa, y el rey le dijo:

-No, no la necesito, dadme sólo mi sombrero.

Al recibirlo, cogió la mano a su fiel servidor y la estrechó con fuerza en señal de inteligencia y despedida; luego, volviéndose hacia Santerre y mirándole cara a cara, con gesto de resolución y tono de mando, dijo:

-Marchemos,

Parecía que Santerre y la tropa le seguían mas bien que le escoltaban. El rey bajó con paso firme la escalera de la torre, y viendo en el vestíbulo al portero llamado Mathey, que le había faltado al respeto el día antes y a quien había reprendido con irritación su insolencia, se adelantó hacia él y le dijo:

-He sido ayer un poco vivo con vos; perdonadme en un momento como éste.
Mathey, en vez de responderle, volvió la cabeza y se retiró, como si el contacto del moribundo hubiera sido contagioso.

Al atravesar a pie el primer patio, el rey se volvió dos veces hacia la torre y levantó la vista en dirección a las ventanas de la reina; en esta mirada iba toda su alma a llevar un mudo adiós a cuanto dejaba de sí mismo en la prisión. Un coche lo esperaba a la entrada del segundo patio, y de los dos gendarmes que estaban en la portezuela, uno subió primero y se sentó al vidrio; el rey entró después e hizo colocar a su confesor a la izquierda; el segundo gendarme entró el último y cerró. El coche se puso en marcha.

Delante de los caballos batían marcha sesenta tambores, y a los lados y detrás del coche iba un ejército compuesto de guardias nacionales, de federados, de tropas de línea, de caballería, de gendarines y de arrillería. El vecindario de París estaba encerrado en sus casas, pues por un bando de la corporacion municipal se había prohibido a los ciudadanos que no formaran parte de la milicia armada, atravesar las calles que desembocan en los bulevares o asomarse a las ventanas, desde donde pudiera verse el acompañamiento; hasta se habían hecho evacuar los mercados.

El cielo obscuro, nebuloso y helado, sólo dejaba ver a muy poca distancia los bosques de picas y de bayonetas, colocados como barreras inmóviles desde la plaza de la Bastilla hasta el pie del cadalso, en la de la Revolución. De trecho en trecho, aquella doble muralla de acero estaba reforzada por destacamentos de infantería, llegados del campamento inmediato a Paris, con la mochila a la espalda y las armas cargadas como en día de batalla. Los cañones preparados, cargados con metralla y con las mechas encendidas, enfilaban las principales embocaduras de las calles en todo el trayecto que tenía que recorrer la fúnebre comitiva.

El silencio de la ciudad era tan profundo como el terror; nadie se atrevía a formular su pensamiento, y hasta los rostros permanecían impasibles bajo las miradas del delator; notábase algo de maquinal en aquella multitud. Pudiera decirse que Paris había abdicado el alma, para estar más dispuesto a temblar y obedecer.

El rey, en el fondo del coche, apenas se veía, oculto entre las bayonetas y los sables desnudos de la escolta. Vestía casaca obscura, calzones de seda negra, chaleco y medias blancas, y llevaba los cabellos recogidos bajo el sombrero. El ruido de los tambores, de los cañones, de los caballos y la presencia de los gendarmes, le impedían hablar con su confesor, a quien sólo dijo que le prestara el breviario, y buscó con el dedo y la vista los salmos cuyos gemidos y esperanzas eran adecuados a su situación. Los cánticos sagrados, tartamudeados por sus labios, resonándole en el alma, le evitaban el ruido y la vista del pueblo durante aquel doloroso transito de la prisión a la muerte; el sacerdote oraba s su lado.

Los gendarmes colocados en frente, reflejaban en sus rostros el asombro y la admiración que les inspiraba el piadoso recogimiento del rey. La multitud acumulada a la entrada de la calle del Temple prorrumpió en gritos pidiendo gracia al ver salir el coche; pero aquellos gritos no tuvieron eco en el tumulto y en la comprensión general de los sentimientos públicos, aunque tampoco se lanzó ninguna injuria ni imprecación. Si se hubiera preguntado, uno por uno, a los doscientos mil ciudadanos, autores o espectadores de aquellos funerales: ¿es necesario que este hombre, solo contra todos, muera?, quizá nadie habría contestado. Pero las cosas estaban combinadas de tal suerte por la desgracia y la severidad de la época, que todos juntos cumplían sin vacilar lo que ninguno aisladamente hubiera querido cumplir. La multitud, por la presión mutua que ejercía sobre sí misma, no podía ceder a su enternecimiento y a su horror; semejante a la bóveda, cuyas piedras aisladas tienden a flaquear y caer, permaneciendo todas suspensas por la resistencia que la presión opone a su caída.

En la confluencia de las numerosas calles que salían al Bulevar, entre las puertas de San Dionisio y San Martín, sitio donde se ensanchaba el tránsito y una pendiente rápida hacía acortar el paso a los caballos, una repentina ondulación obligó a interrumpir un momento la marcha. Siete u ocho jóvenes, desembocando de la calle Beauregard y rompiendo por medio de la multitud, se precipitaron hacia el coche, sable en mano y gritando:

-A nosotros los que quieran salvar al rey.

Entre aquellos jóvenes estaba el baron de Batz, aventurero de conspiraciones, y su secretario Devaux. Tres mil jóvenes, afiliados secretamente y armados para este golpe de mano, debían responder aquella señal e intentar después un levantamiento en París, apoyados por Dumouriez. Ocultos en la capital aquellos intrépidos conspiradores, al advertir que nadie los seguía, se abrieron paso, favorecidos por la sorpresa y la confusión al través de las filas de la guardia nacional, y se perdieron en las calles vecinas. Un destacarnento de gendarmería los persiguió y alcanzó a algunos, que pagaron su intentona con la vida.

La comitiva, detenida un momento, reanudó la marcha en medio del silencio y de la inmovilidad del pueblo, hasta la embocadura de la calle Real junto a la plaza de la Revolución. Allí, un rayo de sol de invierno que rasgó la niebla, dejó ver la plaza ocupada por cien mil personas; los regimientos de la guarnición de París formaban el cuadro en torno del cadalso, los ejecutores esperaban a la víctima, y el instrumento del suplicio sobresalía por encima del gentío, amenazando con sus maderos y sus vigas pintados de color de sangre. Este suplicio era la guillotina, máquina inventada en Italia e importada en Francia por un famoso médico de la Asamblea constituyente, llamado Guillotín, que había substituido a los suplicios atroces e infamantes que la Revolución había querido abolir. Tenía, además, según creían los legisladores de la Asamblea constituyente, la ventaja de no hacer derramar la sangre por la mano y bajo el golpe con frecuencia poco seguro del verdugo, pues con ella se ejecutaba la muerte por un instrumento sin alma, insensible como la madera e infalible como el hierro. A la señal del ejecutor, el hacha cala por sí sola, y esta hacha, cuyo peso estaba centuplicado por pesas reunidas bajo el patíbulo, se deslizaba entre dos muescas, con movimiento a la vez horizontal y perpendicular, como el de la sierra, y separaba la cabeza del cuerpo por el peso de la caída con la rapidez del relámpago.

Esta máquina era la supresión del dolor y del tiempo en la sensación de la muerte. Aquel día la guillotina estaba levantada en medio de la plaza de la Revolución, delante de la gran calle de árboles del jardín de las Tullerías, en frente, y como por sarcasmo, del palacio de los reyes, casi en el mismo sitio en que la fuente de surtidores, la más próxima al Sena, parece hoy estar lavando eternamente el pavimento.

Desde el amanecer, las cercanías del cadalso, el puente de Luis XVI, los terraplenes de las Tullerías, los pretiles del río, los tejados de las casa de la calle Real, y hasta las ramas sin hojas de los árboles de los Campos Elíseos, estaban ocupados por un innumerable gentío que esperaba el acontecimiento en la agitación, en el tumulto y en el ruido de una colmena humana, como si no si no creyera que un rey podía ser ejecutado, antes de haberlo visto con sus propios ojos. Las cercanías del cadalso habían sido invadidas, gracias al favor de la corporación municipal y a la connivencia de los comandantes de las tropas, por los sanguinarios franciscanos, Jacobinos y los asesinos de septiembre, incapaces de vacilaciones ni de piedad. Colocándose en torno del cadalso, como testigos de la República, querían que el suplicio fuera consumado y aplaudido. Al acercarse el coche del rey una inmovilidad solemne sorprendió de pronto a la multitud. El coche se detuvo a algunos pasos del cadalso; se había tardado dos horas en recorrer el trayecto.

Al advertir el rey que el coche se había detenido, levantó la vista que tenía fija en el libro, y como quien interrumpe la lectura por un momento, se inclinó al oído de su confesor para preguntarle en voz baja:

-¿Hemos llegado?
El sacerdote le respondió con un gesto. Uno de los tres hermanos Sansón, verdugos de París, abrió la portezuela y bajaron los gendarmes; pero el rey, volviendo a cerrar y colocando su mano derecha sobre la rodilla del confesor, como para protegerlo, dijo autoritariamente a los verdugos, a los gendarmes y a los oficiales que se agolpaban junto a las ruedas:

-Señores, os recomiendo este sacerdote; cuidad de que después de mi muerte no se le dirija ningún insulto.

Nadie respondió. El rey quiso repetir con más fuerza esta recomendación a los ejecutores, y uno de ellos le interrumpió diciéndole con acento siniestro:

-Sí, sí, nosotros cuidaremos de él; dejadnos obrar.

Luis XVI se apeó; tres criados del verdugo lo rodearon con el propósito de desnudarlo al pie del cadalso; pero, el rey los rechazó con majestad, se quitó el mismo la casaca y la corbata y bajó la camisa hasta la cintura. Los ejecutores se arrojaron de nuevo sobre él:

-¿Qué queréis hacer? - les preguntó indignado.
-Ataros -le respondieron, y ya le habían cogido las manos para sujetarlas.
-¡Atarme! -replicó el rey con acento en que toda la gloria de su sangre se sublevaba contra la ignominia- ¡No, no, nunca lo consentiré! Cumplid con vuestra obligación, pero no me ataréis, renunciad a ello.

Los ejecutores insistían, alzaban la voz, pedían ayuda, levantaban la mano, y se disponían a la violencia; la lucha cuerpo a cuerpo iba manchar a la víctima al pie del cadalso. El rey, respetando la dignidad de la muerte y la tranquilidad de su último pensamiento, miró al sacerdote, como para pedirle consejo.

-Señor -le dijoo el consejero divino-, sufrid sin resistencia este ultraje como el último rasgo de semejanza entre vos y el Dios ante quien vais a comparecer.

El rey levantó los ojos al cielo con expresión que parecía reconvenir y aceptar a la vez.
Seguramente -dijo-, no se necesita nada menos que el ejemplo de Dios para someterme a semejante afrenta.

Luego, volviéndose y tendiendo las manos hacia los ejecutores, les dijo:

-Haced lo que os plazca; apuraré el cáliz hasta las heces.

Sostenido por el brazo del sacerdote subió los altos y resbaladizos escalones del cadalso. El peso de su cuerpo parecía indicar la debilidad de su alma; pero, al llegar al último escalón, se separo de su confesor, atravesó con paso firme el cadalso, miró al pasar el instrumento y el hacha, y volviéndose de repente a la izquierda frente a su Palacio, y al lado en que la mayor masa del pueblo podía verle y oírle, hizo a los tambores la señal de silencio, y los tambores obedecieron maquinalmente.

       -¡Pueblo -dijo Luis XVI con voz que resonó en el silencio y que se oyó en el extremo opuesto de la plaza- pueblo, muero inocente de todos los crímenes que se me imputan: perdono a los autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no caiga nunca sobre Francia!...

Iba a continuar, pero un estremecimiento se apoderó de la multitud. El jefe de estado mayor de las tropas del campamento inmediato a Paris, Beaufranchet, conde de Oyat, hijo de Luis XV y de una favorita llamada Morfisa, mandó tocar a los tambores, y un redoble inmenso y prolongado cubrió la voz del rey y el murmullo de la multitud. El condenado volvió solo y a pasos lentos hacia la guillotina y se entregó a los ejecutores. En el momento en que se le unía a la tabla, miró al sacerdote que oraba de rodillas al pie del cadalso, conservando su entereza de alma hasta el momento en que dejó de existir. La tabla se inclinó, descendió el hacha y rodó la cabeza de Luis XVI.
 
Uno de los verdugos agarró por los cabellos la sangrienta cabeza, y la mostró al pueblo rociando con sangre las inmediaciones del patíbulo. Los federados y republicanos fanáticos subieron al tablado, tiñeron los puntas de sus sables y los hierros de sus picas en la sangre de la víctima, y las blandieron en el aire gritando: "¡Viva la República!"

El horror de aquel acto de salvajismo ahogó el mismo grito en los labios del pueblo, y la aclamación pareció un inmenso sollozo. Las salvas de artillería notificaron a los más lejanos arrabales que la majestad había sido sacrificada con el rey. La multitud fue retirándose silenciosa. Se llevaron los restos de Luis XVI al cementerio de la Magdalena en un carro cubierto, y se echó cal en la sepultura para que los huesos consumidos de la víctima de la Revolución no pudieran ser un día reliquias del realismo. Las calles quedaron vacías; algunas bandas de federados armados recorrieron los barrios de París, anunciando la muerte del tirano y cantando la Marsellesa; pero no consiguieron despertar el menor entusiasmo; la ciudad quedó muda, porque el pueblo no confundía el suplicio con la victoria. La consternación había vuelto a entrar con la libertad en la residencia de los ciudadanos. Todavía no se había enfriado el cadáver del rey sobre el cadalso, cuando el pueblo dudaba ya del acto que acababa de cometer y con curiosidad próxima al remordimiento se preguntaba si la sangre acabada de derramar era una mancha sobre la gloria de Francia o el sello de la libertad. La conciencia de los republicanos se turbó ante el suplicio, y la muerte del rey dejó un problema que resolver a la nación.

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