Como lenguaje Indoeuropeo se designa a la rama madre de las lenguas hijas
de gran parte del mundo y es constituida por las lenguas Albana, Báltica, Armenia,
Celta, Eslava, Germánica, Griega, Sánscrito(India), Farsi(Irán), Itálica
(con sus lenguas romanceras), y dos lenguas muertas: Anatolia (actual Turquía),
que incluye la lengua de los Hititas (civilización ya desaparecida de la Anatolia),
y la Tocaria del Turquestán.
El Sánscrito y el Griego clásico
se consideran las más antiguas formas de las lenguas supervivientes del Indoeuropeo,
lo que demuestra la existencia de una lengua madre común de una raza, pero su exacta
aparición aún se discute entre los lingüistas. Todo lo anterior indica el hecho
que existió una civilización humana que hablaba un solo lenguaje, hoy llamado Indoeuropeo,
y que a través de emigraciones, esparció su lengua en las regiones conquistadas, la
exacta fecha de esta migración no se conoce, ni la tierra natal de esta raza hoy llamada
Indoeuropeo, Aria, o Indogermánica, no
se ha establecido concretamente, pero se
especula que hace alrededor de siete mil años esta raza abandonó su tierra en algún
lugar de Europa (o del Asia llegó a Europa) y atravesando los montes cáucasos, estuvo
en Anatolia y tan lejos como el Turquestán chino, hasta asentarse en
la actual India... Llevaban armas muy superiores y montaban una providencial bestia
nueva: el caballo. En 1855, el alemán Franz Bopp definió los rasgos de
un idioma primitivo del que se han desprendido paulatinamente todos los idiomas europeos
menos el húngaro, el turco, el estonio y el vasco. Los Indoeuropeos
dejaron muchas evidencias lingüísticas escritas, arqueológicas y religiosas de su gran
emigración primitiva, pero su estudio por el hombre moderno sólo ha generado especulaciones
en la incesante búsqueda de su origen. Entonces, en la búsqueda e investigación histórica
de esta raza primitiva, algunos historiadores le han impreso misterios y ocultismo,
usando los comprobados hechos históricos de la existencia del Indoeuropeo.
Estos
historiadores, en sus reflexiones, se han apoyado en una doctrina llamada Esoterismo
en sus calculaciones históricas, pero, interesantemente, le imprimen a su relato una
seducción propia y digna de leerse. El término "esoterismo"
deriva del griego y significa "interior, oculto". El término fue
primero usado por un Padre fundador de la religión cristiana: Clemente de Alejandría,
quien era griego y vivió entre los años 145-215 de nuestra era. Esoterismo, él explicó,
son las enseñanzas de Aristóteles, y son un conjunto de conocimientos cerrados
y ocultos para la mayoría de las personas, y accesibles únicamente a unos cuantos Iniciados
en la naciente religión... pero esta palabra le dio vida a un nuevo dogma: el Esoterismo.
Yo
traigo un punto de opinión sobre la teoría esotérica de la existencia de la raza Indoeuropea
primigenia de la civilización. Este pequeño extracto es sobre Rama, de un libro
escrito en 1889 por el francés Edouard Scheré (1841-1929) que se titula
"Los Grandes Iniciados".
-Itálicas entre paréntesis
son informaciones mías.-
Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua
Escitia (hoy Moldavia, Ucrania y Rusia del este), que se extendía desde el
Océano Atlántico a los mares polares. Los Negros (la raza negra dominante del mundo)
habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: "la
tierra emergida de las olas". ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado
por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de
ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas! En
las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra
cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las
grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces, con la crin al viento.
El
hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía
ya llamarse dueño de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex (variedad
del cuarzo), el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado
compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados hasta la muerte:
el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de
madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado
la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio.
Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una
tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch (mamífero ya extinto y parecido al toro),
aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques.
La
civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existía. En
todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos (tribus blancas viviendo dentro
del círculo polar ártico), elevaban a sus antepasados menhires (monumentos)
monstruosos. Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo,
a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón
de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega
un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba
así por el culto a los antepasados. Los Semitas encontraron al Dios único -el
Espíritu Universal- en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad
de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus
múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros
escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado
o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de
las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como
a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta (diosa escitia). Allí duermen
sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos. Desde los tiempos más remotos, mujeres
visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como
la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al
principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas
profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos,
y la sangre de los héroes corría sin cesar sobre los dólmenes (piedra sacrificial),
al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas
feroces. Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad,
llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo
se rebelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era dulce y grave.
Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las
plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos
que para el estudio de los astros y de sus influencias, Parecía adivinar, ver las
cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola
emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las
druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en
las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado "el que sabe",
el pueblo le nombraba "el inspirado de la paz" Ram, que aspiraba
a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos
por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho
copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó
al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. El vio en
esto la pérdida de su raza. Pero ¿cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo
de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo? Entonces
otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto
sacrílego. De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los
Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste,
que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero
se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos
por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El
aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados
caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonadas hasta por las aves de rapiña.
Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación. Tenía él la costumbre de meditar
bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo
sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció, que una
voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces vió ante él un hombre de
majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los
druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente. Ram,
admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole
de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba
acostado, una hermosa rama de muérdago. - "¡Oh, Ram!", le dijo,
"el remedio que tú buscas, aquí lo tienes." Y sacando de su seno un cordón
de oro, cortó con él la rama y se la dio. Después murmuró algunas palabras acerca
del modo de preparar el muérdago y desapareció. Entonces Ram se despertó por completo
y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación.
No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de
oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó.
Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De
todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les
dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta
sacerdotal para afirmar su autoridad. Los discípulos de Ram, viajando por toda la
Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro
como un semidiós. Ese acontecimiento fué el origen de un culto nuevo. Desde
entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria,
instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo
del año Y que llamó la Noche-Madre -del nuevo Sol-, o la Grande Renovación. En cuanto
al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que le había mostrado el muérdago,
se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-heylhopa, lo que
significa: "la esperanza de la salvación está en el bosque". Los Griegos
hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo
forma de caduceo. Pero Rama, "el inspirado de la paz" tenía más vastas
miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido
jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones -hembras
de dar- fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada
como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las
druidesas, amenazadas en su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron
contra él sentencias de muerte. Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos
el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido,
fué execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando
un nuevo símbolo. Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento
y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre
los jefes los unos elevaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de
búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón. Pero el
estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de
la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Rama opuso el Carnero, el jefe valiente
y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión todos sus partidarios. Este estandarte,
enarbolado en el centro de la Escitia, fué como el principio de un tumulto general
y de una verdadera revolución en los espíritus. Los pueblos blancos se dividieron en
dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse
de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que
conduce a la humanidad divina. "¡Muera el Carnero!", gritaban los
partidarios de Thor. "¡Guerra al Toro!" gritaban los amigos de Rama.
Una guerra formidable, era inminente. Ante tal eventualidad, Rama vaciló. Desencadenar
esta guerra, ¿no sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?
Entonces tuvo un nuevo sueño. El cielo tempestuoso estaba cargado de nube,
sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rasaban en su vuelo las cimas agitadas
de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba
a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella. "¡En nombre de los antepasados
detén tu brazo!", gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando
al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó
en los espesos nubarrones y, en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva
se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del
cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues
en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo
la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz,
y Rama vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar
de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero, cuyos
ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía
muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su izquierda una
copa; sonrió con benevolencia Y dijo: -"Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta
antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa? Es la copa de la
Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer." Ram, hizo
lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa
en las de la mujer, un fuego se encendió espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron
transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo
se ensanchó, sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento.
Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo
el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las
Constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del zodíaco, los destinos de
la humanidad. "-Espíritu maravilloso ¿quién eres tú?" Dijo Rama
a su Genio. Y el Genio respondió: "-me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia
divina. Tú difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames.
Ahora, sigue tu camino, ¡ve!" Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.
ÉXODO Y CONQUISTA
En ese sueño, como bajo una luz fulgurante, Rama vio su misión y el inmenso destino
de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus
de Europa decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia. Anunció a los suyos
que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres;
que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían
invocados. No ya por sacerdotisas sanguinarias, sobre rocas salvajes impregnadas
de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma
oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí, el fuego visible
del altar, símbolo y conducto del fuego celestial uniría a la familia, al clan, a la
tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la tierra. Pero
para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo; preciso era
que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una
tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego
renovador. Esta prohibición fué acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido
de aventuras. Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron
la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia
adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos,
se movió lentamente hacia el centro de Asia. A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar
varias fortalezas ciclópeas de los Negros. En recuerdo de esas victorias, las colonias
blancas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso.
Ram se mostró digno de su alta misión. Él allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos,
preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba
el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación
de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio del genio de Rama, rayos
luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus inspirados de segundo orden para
arrancarla del estado salvaje. Pero Ram, que, el primero, concibió la ley social como
una expresión de la ley divina, fue un inspirado directo y de primer orden.
Ramá
hizo amistad con los Turanios (tribus que vivían entre el mar Caspio y los montes
Altái), viejas tribus Esciticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la
alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los
Negros, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese
a ser para todos los otros el foco luminoso. Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable,
dice Zoroastro (630-550 antes de C., llamado Zaratustra, profeta de la antigua
religión Persa) Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fué el padre del cultivo
del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en
sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron
rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más
tarde. Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación
del hombre por el hombre era la fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa
agrupación primitiva de la raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir
sus jefes y sus jueces. La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador
por excelencia, creado por él, fué el nuevo papel que dio a la mujer, hasta entonces,
el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable
de su choza, que él oprimía v maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la
encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar; maga fascinadora
Y terrible cuyos oráculos temían, y ante quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio
humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía su cuchillo
en el corazón de su tirano feroz. Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la
mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Rama la convirtió
en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposo, invocando
con él el alma de los antepasados. Como todos los legisladores grandes, Rama no hizo
mas que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de
adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año. La primera
fué la de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al amor del esposo
y la esposa. La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas,
que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban
los padres y las madres; éstos daban entonces f rutas a los niños en signo de regocijo.
La más santa, y más misteriosa, de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras.
Rama la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebidos
en la primavera, y a las almas de los muertos, a los antepasados. Punto de
conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez
el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las
madres y renacer en los niños. En esa noche santa, los antiguos Arios se reunían en
los santuarios del Airyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras
y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar la germinación de
la Naturaleza en el corazón del invierno, la palpitación de la vida en el fondo de
la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse
el nuevo sol en la gran. Noche-Madre. Ram ligaba de este modo la vida humana
al cielo de las estaciones, a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía
resaltar su sentido divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro
le llama el jefe de los pueblos, "el muy afortunado monarca." Por
la misma razón el poeta indio Valmiki(autor del Ramayana), que transporta
el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada,
le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal. "Rama, el de los ojos
de loto azul -dice Valmiki- era el señor del mundo, el dueño de su alma y del
amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres
la cadena del amor." Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya,
la raza blanca no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase
en la India, centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja
y de la raza amarilla. El Zend-avesta (libros sagrados del Zoroastro) habla
de esta marcha de Rama sobre la India...
EL TESTAMENTO DEL GRAN ANTEPASADO
Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente,
Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los
sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor
celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz Aria
que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios
humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los antepasados
y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado.
Rama
se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca, pero el vigor no había abandonado su
cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los
reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año
para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras
dormía. Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y
llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa,
la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama
marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del
bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía
el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del
azul del cielo después de la tempestad. Ella le dijo: "Yo era la druidesa
salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la
mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa; ¡Oh mi dueño y mi rey!:
¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado
a los reyes? He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu
cabeza y reina conmigo sobre el mundo." Se había arrodillado en una actitud
humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban
mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del
gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas, Deva
Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: "Si pones esa corona sobre tu
cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer,
morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre
la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme."
Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba
la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada sumergida en los ojos de
Sita medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo
que el amor supremo es una renuncia suprema, posó su mano libertadora sobre la frente
de la mujer blanca, la bendijo Y la dijo: "Adiós. Sé libre y no me olvides."
Enseguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita
mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su
barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: "¡Rama!
¡Rama!" Pero Deva Nahonsha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó:
-"¡A mí!" Y el espíritu divino llevó a Rama, sobre una montaña, al norte
del Himavat. Después de este sueño, que le indicaba el cumplimiento de su misión,
Rama reunió á los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: "No quiero
el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor
ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del
Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara
a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible." Después
se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk Y Barayan, a un sitio conocido
solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos, lo que sabía de los secretos
de la Tierra y del gran Ser. Aquellos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta
Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos
de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias
de la iniciación y por consiguiente el poder sacerdotal y real. Desde lejos
Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos
años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos
del zodiaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro,
escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin
límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los doce signos del zodíaco,
Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias
del sol en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia Historia;
el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto.
He aquí por que estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los
emblemas secretos de la iniciación graduada. Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte
y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron
que Rama, llevando la tiara de cuernos de carnero vivía siempre en su montaña santa.
En los tiempos védicos, el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos,
el Hermes de los Indos.