"Persuadido estoy de que llegará el día
en que el fisiólogo, el poeta y el filósofo
hablarán el mismo lenguaje
y se entenderán todos...
"
 
 CLAUDIO BERNARD

LOS INDOEUROPEOS

LA TORRE DE BABEL
BRUEGEL

 

        Como lenguaje Indoeuropeo se designa a la rama madre de las lenguas hijas de gran parte del mundo y es constituida por las lenguas Albana, Báltica, Armenia, Celta, Eslava, Germánica, Griega, Sánscrito(India), Farsi(Irán), Itálica (con sus lenguas romanceras), y dos lenguas muertas: Anatolia (actual Turquía), que incluye la lengua de los Hititas (civilización ya desaparecida de la Anatolia), y la Tocaria del Turquestán.
       El
Sánscrito y el Griego clásico se consideran las más antiguas formas de las lenguas supervivientes del Indoeuropeo, lo que demuestra la existencia de una lengua madre común de una raza, pero su exacta aparición aún se discute entre los lingüistas.
       Todo lo anterior indica el hecho que existió una civilización humana que hablaba un solo lenguaje, hoy llamado
Indoeuropeo, y que a través de emigraciones, esparció su lengua en las regiones conquistadas, la exacta fecha de esta migración no se conoce, ni la tierra natal de esta raza hoy llamada Indoeuropeo, Aria, o Indogermánica, no se ha establecido concretamente, pero se especula que hace alrededor de siete mil años esta raza abandonó su tierra en algún lugar de Europa (o del Asia llegó a Europa) y atravesando los montes cáucasos, estuvo en Anatolia y tan lejos como el Turquestán chino, hasta asentarse en la actual India... Llevaban armas muy superiores y montaban una providencial bestia nueva: el caballo.
       En 1855, el alemán
Franz Bopp definió los rasgos de un idioma primitivo del que se han desprendido paulatinamente todos los idiomas europeos menos el húngaro, el turco, el estonio y el vasco. Los Indoeuropeos dejaron muchas evidencias lingüísticas escritas, arqueológicas y religiosas de su gran emigración primitiva, pero su estudio por el hombre moderno sólo ha generado especulaciones en la incesante búsqueda de su origen. Entonces, en la búsqueda e investigación histórica de esta raza primitiva, algunos historiadores le han impreso misterios y ocultismo, usando los comprobados hechos históricos de la existencia del Indoeuropeo.
       Estos historiadores, en sus reflexiones, se han apoyado en una doctrina llamada
Esoterismo en sus calculaciones históricas, pero, interesantemente, le imprimen a su relato una seducción propia y digna de leerse.
       El término
"esoterismo" deriva del griego y significa "interior, oculto". El término fue primero usado por un Padre fundador de la religión cristiana: Clemente de Alejandría, quien era griego y vivió entre los años 145-215 de nuestra era. Esoterismo, él explicó, son las enseñanzas de Aristóteles, y son un conjunto de conocimientos cerrados y ocultos para la mayoría de las personas, y accesibles únicamente a unos cuantos Iniciados en la naciente religión... pero esta palabra le dio vida a un nuevo dogma: el Esoterismo.
       Yo traigo un punto de opinión sobre la teoría esotérica de la existencia de la raza
Indoeuropea primigenia de la civilización. Este pequeño extracto es sobre Rama, de un libro escrito en 1889 por el francés Edouard Scheré (1841-1929) que se titula "Los Grandes Iniciados".

       -
Itálicas entre paréntesis son informaciones mías.-

Tamen

LA MISIÓN DE RAMÁ

        Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua Escitia (hoy Moldavia, Ucrania y Rusia del este), que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares polares. Los Negros (la raza negra dominante del mundo) habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: "la tierra emergida de las olas". ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas! En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces, con la crin al viento.
       El hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex
(variedad del cuarzo), el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados hasta la muerte: el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio. Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch (mamífero ya extinto y parecido al toro), aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques.
       La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existía. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos
(tribus blancas viviendo dentro del círculo polar ártico), elevaban a sus antepasados menhires (monumentos) monstruosos.
       Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados.
       Los Semitas encontraron al Dios único -el Espíritu Universal- en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta (diosa escitia). Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos. Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre de los héroes corría sin cesar sobre los dólmenes
(piedra sacrificial), al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas feroces.
       Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se rebelaban contra ese culto sanguinario.
       El joven druida era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias, Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado
"el que sabe", el pueblo le nombraba "el inspirado de la paz" Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. El vio en esto la pérdida de su raza. Pero ¿cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo? Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego.
       De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonadas hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación. Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció, que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces vió ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago.
- "¡Oh, Ram!", le dijo, "el remedio que tú buscas, aquí lo tienes." Y sacando de su seno un cordón de oro, cortó con él la rama y se la dio.
       Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el muérdago y desapareció. Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós.
       Ese acontecimiento fué el origen de un culto nuevo. Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria, instituyendo la fiesta de
Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año Y que llamó la Noche-Madre -del nuevo Sol-, o la Grande Renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que le había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-heylhopa, lo que significa: "la esperanza de la salvación está en el bosque". Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo. Pero Rama, "el inspirado de la paz" tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones -hembras de dar- fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas en su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte. Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fué execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.
        Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes los unos elevaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón. Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Rama opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fué como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus. Los pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina.
"¡Muera el Carnero!", gritaban los partidarios de Thor. "¡Guerra al Toro!" gritaban los amigos de Rama. Una guerra formidable, era inminente. Ante tal eventualidad, Rama vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿no sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma? Entonces tuvo un nuevo sueño.
       El cielo tempestuoso estaba cargado de nube, sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella.
"¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!", gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones y, en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Rama vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero, cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su izquierda una copa; sonrió con benevolencia Y dijo: -"Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa? Es la copa de la Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer." Ram, hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó, sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento. Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las Constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del zodíaco, los destinos de la humanidad.
       
"-Espíritu maravilloso ¿quién eres tú?" Dijo Rama a su Genio. Y el Genio respondió: "-me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!" Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.
        En ese sueño, como bajo una luz fulgurante, Rama vio su misión y el inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus de Europa decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia. Anunció a los suyos que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían invocados. No ya por sacerdotisas sanguinarias, sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí, el fuego visible del altar, símbolo y conducto del fuego celestial uniría a la familia, al clan, a la tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la tierra. Pero para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo; preciso era que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego renovador. Esta prohibición fué acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido de aventuras.
       Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia. A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los Negros. En recuerdo de esas victorias, las colonias blancas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso. Ram se mostró digno de su alta misión. Él allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos, preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio del genio de Rama, rayos luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus inspirados de segundo orden para arrancarla del estado salvaje. Pero Ram, que, el primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un inspirado directo y de primer orden.
       Ramá hizo amistad con los Turanios
(tribus que vivían entre el mar Caspio y los montes Altái), viejas tribus Esciticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los Negros, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese a ser para todos los otros el foco luminoso. Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice Zoroastro (630-550 antes de C., llamado Zaratustra, profeta de la antigua religión Persa) Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fué el padre del cultivo del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más tarde. Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación del hombre por el hombre era la fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus jueces.
       La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia, creado por él, fué el nuevo papel que dio a la mujer, hasta entonces, el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable de su choza, que él oprimía v maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar; maga fascinadora Y terrible cuyos oráculos temían, y ante quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía su cuchillo en el corazón de su tirano feroz. Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Rama la convirtió en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposo, invocando con él el alma de los antepasados. Como todos los legisladores grandes, Rama no hizo mas que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año. La primera fué la de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al amor del esposo y la esposa. La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban entonces f rutas a los niños en signo de regocijo. La más santa, y más misteriosa, de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Rama la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebidos en la primavera, y a las almas de los muertos, a los antepasados.
       Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños. En esa noche santa, los antiguos Arios se reunían en los santuarios del Airyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar la germinación de la Naturaleza en el corazón del invierno, la palpitación de la vida en el fondo de la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse el nuevo sol en la gran. Noche-Madre.
       Ram ligaba de este modo la vida humana al cielo de las estaciones, a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama el jefe de los pueblos,
"el muy afortunado monarca." Por la misma razón el poeta indio Valmiki (autor del Ramayana), que transporta el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal. "Rama, el de los ojos de loto azul -dice Valmiki- era el señor del mundo, el dueño de su alma y del amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena del amor."
       
Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya, la raza blanca no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India, centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza amarilla. El Zend-avesta (libros sagrados del Zoroastro) habla de esta marcha de Rama sobre la India...
        Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz Aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los antepasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado.
       Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca, pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía.
       Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad. Ella le dijo:
"Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa; ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes? He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo." Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: "Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme." Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada sumergida en los ojos de Sita medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia suprema, posó su mano libertadora sobre la frente de la mujer blanca, la bendijo Y la dijo: "Adiós. Sé libre y no me olvides." Enseguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: "¡Rama! ¡Rama!"
       
Pero Deva Nahonsha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: -"¡A mí!" Y el espíritu divino llevó a Rama, sobre una montaña, al norte del Himavat.
       Después de este sueño, que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió á los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo:
"No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible." Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk Y Barayan, a un sitio conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos, lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquellos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente el poder sacerdotal y real.
       Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del zodiaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los doce signos del zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias del sol en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia Historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por que estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada. Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama, llevando la tiara de cuernos de carnero vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos, el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes de los Indos
.

Tamen

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