LA ABADÍA DE MONTECASSINO

        Alejandro Dumas (1802-1870), es mi escritor clásico favorito. Hijo de un mulato, Dumas escribió cerca de 1,223 volúmenes entre novelas, historias cortas, cuentos, ensayos, artículos y aún recetas para cocina... pero fueron sus novelas históricas las que lo volvieron famoso.
       
Dumas cubrió con sus novelas todas las épocas de las historias francesas, y aún penetró las historias de Inglaterra, Holanda, Italia... pero es más mundialmente reconocido por dos obras: los Tres Mosqueteros, y el Conde de Montecristo.
       Sin embargo,
Dumas no escribió todo lo que en su nombre se publicó, él tenía colaboradores, sus críticos le llamaban "Dumas, Fábrica de novelas" y lo acusaron de ser "falseador de la historia".
        Entre su colaboradores estaba Augusto Maquet, a quién se le atribuye la co-autoría de los Tres Mosqueteros, el Conde Montecristo y otras importantes obras históricas.
        Dumas tenía el estilo de dividir sus obras en trilogías o tetratologías, una historia la escribía en tres o cuatro libros. Así existe la mejor tetratología, que en mi opinión, él escribió: Memorias de un Médico, el Collar de la Reina, Ángel Pitou y la Condesa de Charny... donde cubre antes, durante y después de la Revolución Francesa.
       En sus tramas usa personajes reales y ficticios alrededor de un evento histórico que realmente sucedió, o bien sus personajes reales los ubica en el tiempo de su historia, cuando realmente existieron en diferentes épocas. En los
Tres Mosqueteros, por ejemplo, Athos, Porthos, Aramis y Dartgnan, son personajes que realmente existieron pero en diferentes épocas, no obstante, la trama de los herretes de diamantes realmente sucedió... por esto sus críticos le tildaron de "falsificador de la historia"... pero él no ha sido el único en usar este estilo.
       Poseo 26 novelas históricas de las 156 que escribió y de entre estas hoy traigo un extracto de la tetralogía
"La San Felice", una obra que consta de cuatro libros: La San Felice, Emma Lyonna, el Destino de la San Felice, e Historia de una Cortesana. En esta serie Dumas se trasladó a vivir a Italia para luego relatar, a su manera, hechos que pasaron en Nápoles de 1799-1808.
        La Francia post revolución quería imperialísticamente importar e imponer sus ideales con la fuerza de las armas, así invadieron Italia en 1798, depusieron al rey de Nápoles (y futuro monarca de "las Dos Sicilias" cuya capital fue Nápoles) e instauraron en su vez la República Partenopea...
        En mi opinión la fuerza de Dumas estriba en sus ágiles diálogos, la descripción del ambiente rodeando sus personajes y su información histórica del lugar donde la acción ocurre...
       Recojamos la historia en
La San Felice (primer libro de la tetralogía) cuando, en 1799, el protagonista llega desde Nápoles al pie de la montaña de monte Casino en busca de su padre, al alzar su vista hacia la cima y contemplar por vez primera la enorme edificación de 14 siglos de existencia, entonces Dumas hace una "disgresión arqueológica" como él le llama, y nos cuenta lo que dice la leyenda...

Tamen

        .......un joven subía a caballo la rampa del monte Cassino, normalmente subida a pie o en mulo. Pero, bien fuese porque tuviera confianza en la pisada de su montura, o en su manera de dirigirla, o que, acostumbrado al peligro, éste le resultara ya indiferente, había partido a caballo de San Germano y, a pesar de las observaciones que habían podido hacérsele sobre su imprudencia, ya grande a la subida, pero mayor en el descenso, había tomado el pedregoso sendero que conduce al convento fundado por San Benito y que corona la cima más elevada del monte Casino.
       Bajo él se extendía el valle, en el que se tuerce un instante, pero de donde pronto se escapa para lanzarse al mar, cerca de Gaeta, el río Garigliano, en cuyas riberas derrotó (a los franceses) Gonzalo de Córdoba en 1503; y, por un singular retorno de suerte podía distinguir, a medida que se elevaban los vivas del ejército francés, que, al cabo de siglos, iban a vengar derribando a la monarquía española la derrota de Bayardo, casi tan gloriosa para él como una victoria.
       Ora a su derecha, ora a su izquierda, según los zig-zags que trazaba el camino, tenía a la villa de San Germano rematada por su vieja fortaleza en ruinas, fundada por el antiguo Cassinum de los romanos, y que llevó este nombre, así como la villa que dominaba, hasta el año 844, época en la cual habiéndose establecido Lotario, primer rey de Italia, en el ducado de Benevento y en la Calabria, tras haber expulsado a los sarracenos, donó a la iglesia del Salvador un dedo de San Germano, obispo de Capua.
       La preciosa reliquia dio el nombre del santo a la villa italiana, y el resto del cuerpo, enviado a Francia al convento de los benedictinos que se elevaba en el bosque de Ledia, dio ese mismo nombre a la villa donde nacieron Enrique II, Carlos IX y Luis XIV.
       El monte Casino, que escalaba en aquel momento el imprudente viajero y que, como se ve, no ha cambiado de nombre, contentándose únicamente con italianizar el de Cassinum, es la montaña santa de la Tierra de Labor. Es allí que se refugian los grandes dolores morales y los grandes infortunios políticos. Carlomagno, hermano de Pepino el Breve, reposa allí en su sepulcro; Gregorio se detuvo allí antes de ir a morir a Salerno; tres papas fueron sus abades: Esteban IX, Víctor III y León X.
       En el año 497, San Benito, nacido el 480, disgustado del espectáculo de la corrupción pagana en Roma, se retiró a
Sublaqueum, hoy Subiaco, donde su fama de virtud atrajo numerosos discípulos y, como consecuencia, la persecución. En el 529, abandonó el país, se detuvo en Cassinum, y, al ver la colina que domina la villa, resolvió, acaso menos aún para aproximarse al cielo que para elevarse de los vapores con que el Garigliano cubre el valle, fundar sobre el punto culminante de esta colina un monasterio de su Orden.
       Y ahora, a falta de la historia, que no poseemos, permítasenos llamar en nuestra ayuda a la leyenda.
       San Benito, que se llamaba a la sazón Benito pura y simplemente, apenas había llegado a la cima de la colina predestinada, que se percató de la dificultad que iba a tener en transportar a semejante altura los materiales necesarios a su edificio.
       Y entonces pensó en hacerse ayudar por Satán en aquella ardua tarea.
       Satán le había tentado a menudo, pero jamás se había dejado vencer San Benito; mas no bastaba con no haberse dejado vencer por Satán para imponerle leyes: había que haber vencido. San Antonio, en este punto, había hecho tanto como el mismo Dios.
       Se trataba de situar en tal posición al diablo, que no pudiera rehusar nada. Bien fuese por su propia imaginación, o por inspiración celeste, San Benito creyó haber hallado cierta mañana lo que buscaba. Bajó de Cassinum, y entró en la tienda de un cerrajero, que sabía era buen cristiano, pues le había bautizado él mismo una semana antes, y le encargó le hiciera unas tenacillas. El cerrajero le ofreció unas ya hechas, magníficas por cierto; pero San Benito las rehusó.
       Él quería unas tenacillas muy especiales, con dos garras en la punta donde se unían. Bendijo el agua en la que el cerrajero debía meter su hierro incandescente y le recomendó que sobre todo no comenzara ni acabara su tarea sin hacer la señal de la cruz.
       -¿Queréis que se las lleve a Vuestra Excelencia cuando estén listas? -le preguntó el cerrajero.
       San Benito, en efecto, en espera de que su monasterio fuese construido, vivía en la gruta que, en la actualidad todavía es venerada en la cima del monte Casino, por haber sido la morada del santo.
       -No -le respondió San Benito- yo mismo vendré a buscarlas. ¿Para cuándo estarán hechas?
       -Para pasado mañana, hacia el mediodía.
       -Hasta pasado mañana, pues.
       El día dicho y a la hora fijada, San Benito entraba en la forja del cerrajero y, diez minutos después, salía llevándose sus tenacillas, pero ocultándolas con cuidado bajo su capa.
       Pocas noches eran las que, mientras San Benito leía a los Padres de la Iglesia en su gruta, no entrase en ella el diablo, bien fuese por la puerta, o por la ventana, o de mil distintas maneras, con la intención de tentar al bienaventurado.
       San Benito preparó un pacto concebido en estos términos:
       En nombre del Señor Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y de su único Hijo: Yo, Satán, arcángel maldito por mi rebelión, me comprometo a ayudar con todo mi poder a su servidor San Benito, a construir el monasterio que quiere elevar en la cima del monte Cassinum, transportando a ella las piedras, las columnas, las vigas y, en fin, todos los materiales necesarios para la construcción de dicho convento, obedeciendo constantemente y sin falacia a todas las órdenes que me dará Benito.
       En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
       Seguidamente puso el documento plegado sobre la mesa, con la pluma y el tintero que le habían servido para  redactarlo. La misma noche, hizo sus preparativos y esperó tranquilamente. Dichos preparativos consistían en poner al fuego el extremo de las tenacillas benditas, hasta que estuvieran incandescentes sus pinzas.
       Pero hubiérase dicho que Satán recelaba algún lazo tendido, pues se hizo esperar tres días o, mejor dicho, tres noches.
       La cuarta noche llegó, por fin, aprovechando una tempestad que amenazaba con poner patas arriba a la creación entera.
       A pesar de los estampidos fragorosos del trueno, y del lívido fulgor de los rayos. San Benito simulaba dormir haciéndolo solamente con un ojo, al lado del fuego, y con sus tenacillas al alcance de la mano. El santo fingía tan bien el sueño que Satán se dejó atrapar en el engaño. Avanzó sobre la punta de sus pezuñas y alargó el cuello por encima del hombro del santo. Eso era lo que quería San Benito; al instante asió sus tenacillas y, con suma destreza, prendió a Satán por la nariz.
       Si Satán hubiese tenido que habérselas con tenacillas corrientes, por incandescentes que hubiesen estado, se habría reído, pues el fuego era su elemento; pero eran tenacillas forjadas, como se recordará, bajo la invocación de la cruz y bañadas en agua bendita.
       Al sentirse cogido, Satán comenzó a brincar a izquierda y a derecha, y a soplar fuego inflamado al rostro de San Benito, a amenazarle y a alargar también sus garras. Pero San Benito estaba preservado por la longitud de sus tenacillas y cuanto más brincaba Satán, más fuego lanzaba y más amenazaba a San Benito, más apretaba éste sus tenacillas con una mano, mientras se persignaba con la otra repetidamente.
       Satán se percató que tenía que habérselas con alguien más fuerte que él, que Dios era el aliado del santo, y pidió capitular.
       -Sea -dijo San Benito- no deseo cosa mejor. Lee el pergamino que está sobre la mesa y fírmalo.
       -¿Cómo quieres que lo lea con unas tenacillas entre los ojos? -replicó Satán.
       -Léelo con uno.
       No había otro remedio para Satán sino hacer lo que exigía el santo anacoreta y, bizqueando horriblemente, leyó el pergamino.
       Una vez atrapado Satán, es un buen diablo y se muestra, en general, bastante acomodaticio: todo consiste en atraparlo. Una vez leído el contenido del pergamino, dijo:
       -¿Y cómo quieres que firme? No sé escribir.
       -Pues bien, entonces firma con una cruz -respondió el santo.
       A esta invitación de hacer una cruz, Satán pegó tal bote que, sin el corchete que el santo había tenido la precaución de hacer en el extremo de las tenacillas, habría sacado la nariz de aquel asidero semejante al tornillo de un banco.
       -Bueno -dijo Satán- creo que lo mejor será firmar.
        Y tomó la pluma.
       -Ahora -dijo el santo- se trata de hacer las cosas como es debido. Comencemos por la fecha y el año. Y sobre todo -añadió- escribamos legiblemente, para evitar ambigüedades.
       Satán escribió con bella letra bastardilla: 24 de julio del año 529.
       -Ya está -dijo.
       -Nada de pereza -replicó el santo- Añadamos al año: de Nuestro Señor Jesucristo.
       Así lo hizo e iba a firmar cuando San Benito le detuvo, diciendo:
       -Un momento, un momento; aprobemos la escritura.
       Satán se vio obligado a escribir, suspirando, pero en fin, escribió: "Aprobada la escritura arriba estampada"
       -Y ahora, ya puedes firmar -dijo el santo.
       Satán hubiese bien querido armar nueva gresca, pero el santo apretó las tenacillas aún más que antes y Satán, para acabar de una vez, se apresuró a escribir su nombre. El santo se aseguró que no faltaba ninguna de las cinco letras del mismo y ordenando a Satán que plegase el pergamino en cuatro, puso su rosario encima.
       Luego abrió las tenacillas. De un solo brinco, Satán se lanzó fuera de la gruta. Durante tres días, una horrible tempestad asoló los Abruzos, haciéndose sentir hasta en Nápoles. El Vesubio, el Estrómboli y el Etna arrojaron llamas. Pero, como esta tempestad provenía de Satán y no del Señor, el Señor no permitió que pereciese ninguna persona ni criatura viviente.
       Apenas calmada la tempestad, San Benito mandó buscar un arquitecto. El Santo, aun cuando no canonizado todavía, era ya tan venerado en el país, que inmediatamente, al día siguiente, se presentó un arquitecto. San Benito le explicó lo que deseaba y le mostró el emplazamiento sobre el que quería edificar un convento. Era, según ya hemos dicho, el punto culminante del monte, al que se llegaba, en aquella época, por un angosto sendero abierto por las cabras.
       Por mucho respeto que tuviera por el santo, el arquitecto no pudo evitar reírse. San Benito le preguntó el motivo de su hilaridad.
       -¿Y por quién haréis subir los materiales hasta aquí? -le preguntó el arquitecto.
       -Eso es cuenta mía -respondió el santo.
       San Benito había viajado mucho, por lo que el arquitecto pensó que acaso había recogido en sus viajes a Oriente algunos medios dinámicos conocidos sólo por los egipcios, quienes eran, según es sabido, los mejores mecánicos de la antigüedad y como el santo anacoreta no le pedía más que un diseño, se lo hizo al instante.
       El día siguiente, con su pacto en mano, San Benito llamó a Satán, quien se presentó, siéndole casi imposible reconocerle a aquél, pues la cólera le había dado ictericia, teniendo la nariz más encendida que un ascua. En general, cuando Satán ha dado palabra de comprometerse a algo, la cumple muy fielmente: es de justicia reconocerle esta cualidad.
       El santo le entregó la lista de los materiales de toda clase que necesitaba y Satán llamó a una veintena de sus más espabilados diablos, quienes se pusieron al instante a la tarea. El lugar elegido por el santo era vecino de un bosque y de un templo consagrado a Apolo; el santo ordenó a Satán, ante todo, que incendiase el bosque. Satán frotó su nariz a un árbol resinoso, el cual, inflamándose al instante, comunicó sus llamas a todo el bosque. Tras esto, le ordenó que hiciera desaparecer del paisaje el templo pagano, menos algunas columnas muy bellas que reservaba él para la iglesia de su monasterio.
       Satán tomó las columnas una a una al hombro, y, por temor a que se estropearan, las transportó personalmente al lugar indicado por el santo; luego sopló sobre lo que quedaba del templo, y el templo desapareció. Al mismo tiempo, San Benito, armado de un martillo destrozaba la estatua del dios pagano. Gracias a la cooperación, de Satán, el monasterio fue rápidamente construido. Y, si se dudara de la parte que el diablo tuvo en esta obra, remitiríamos a los incrédulos a los frescos de Giordano, su obra maestra acaso, pues ejecutó a su regreso de España, es decir, en el apogeo su talento, que representan al rey de los infiernos y a sus principales ministros ocupados, de muy mala gana, en edificar el monasterio de San Benito.
       El primer monasterio, construido por ese milagroso poder que había logrado San Benito sobre el demonio, se hallaba en todo su esplendor, y el santo, de sesenta años de edad, en toda su fama, cuando Totila, rey de los godos que había oído hablar mucho de él, tuvo la ocurrencia visitarle. Pero los godos no eran aún cristianos, siendo curiosidad, y no la fe, la que guiaba a Totila hacia el monte Cassinum. Resolvió, pues, asegurarse por sí mismo si el santo fundador a quien visitaba se hallaba tan en privanza con Dios y su gracia, para ver a través de un disfraz. Y así, tomó la vestimenta de uno de sus criados llamado Riga, le hizo ponerse la suya, y subió al monasterio, perdido entre la multitud, esperando de esta manera inducir error a San Benito.
       Informado de la visita del rey, San Benito salió a encuentro, y, divisando a Riga, quien marchaba a la cabeza del cortejo, revestido del manto real y con la corona en cabeza, le gritó:
       -¡Hijo mío, quítate ese atuendo, que no es el tuyo!
       Ante este apóstrofe, que sobradamente demostraba que el espíritu de Dios estaba con su servidor, Riga, lleno de arrepentimiento y de humildad, cayó de rodillas, y todos los demás, incluso el rey, le imitaron.
       San Benito, sin detenerse con nadie más, fue directamente hacia Totila y le ayudó a levantarse; luego, tras reprocharle sus disolutas costumbres, le exhortó para hacerse mejor, le predijo que tomaría Roma, reinaría nueve años aún después de haberla tomado y moriría.
       Totila se retiró todo contrito, prometiendo enmendarse
       Hacia la misma época, es decir el 12 de febrero año 543, murió Santa Escolástica, hermana gemela de San Benito. El santo, que se encontraba entregado a la oración en su oratorio, oyó un suspiro, alzó las manos al cielo y, abriéndose el techo, vio pasar una paloma que volaba a lo alto.
       -¡Es el alma de mi hermana! -dijo jubilosamente- ¡Gracias sean dadas al Señor!
       Llamó luego a sus religiosos, les anunció la feliz nueva, y todos fueron cantando y llevando en mano, en señal de alegría, ramos verdes y flores, a hacerse cargo del cuerpo, del que el alma había en efecto salido, enterrándolo en la tumba ya preparada para la santa y para su hermano.
       El año siguiente -algunos cronistas dicen que el mismo- el 21 de marzo, el propio San Benito pasó dulcemente de esta vida a la otra, y, cargado de años, rico de fama y resplandeciente de milagros, fue a sentarse a la diestra del Señor.
       Su cuerpo fue colocado junto al de Santa Escolástica, en la misma tumba. San Benito había nacido en Norcia, en la Umbría; era de la noble familia de los Guardati. Su madre, renombrada por su amor celeste y por su caridad, fue santificada con él y con su hermana, con el nombre de Santa Facunda.
       Las madres y las hermanas de todos estos grandes santos de la decadencia de Roma y de la Edad Media, cuyo Homero fue Dante, son casi todas santas también, y, apoyadas en sus hijos y en sus hermanos, estas mujeres, compañeras de su vida, tienen parte en el culto que les está reservado.
       Así, al lado de San Agustín aparece Santa Mónica, y Santa Marcelina junto a San Ambrosio.
       El monasterio construido por San Benito fue incendiado en el año 884 -seguramente Satán había levantado cabeza- por los aliados de los sarracenos. Había sido ya saqueado por los lombardos en el 589, y se convirtió, en época de los normandos, en una auténtica fortaleza. Sus abades, que tenían ya el título de obispo, tomaron el de primer barón del reino, que llevan aún en la actualidad.
       Los temblores de tierra se sucedieron a los bárbaros y arrancaron el monasterio hasta los cimientos, por vez primera en 1349, y por segunda en 1649. Guillermo de Grimoard, elegido en Aviñón, pontífice piadoso y letrado erudito y artista, amigo de Petrarca y al que la tiara fue buscar en un convento de benedictinos, contribuyó en grado sumo a reconstruir el santo monasterio.
       Sabidos son todos los servicios prestados en Francia a la Historia por los laboriosos discípulos de San Benito. En el monte Casino fueron conservadas por ellos las obras de los más grandes escritores de la antigüedad.
       En el siglo XIX, el abad Desiderio, de la casa de los duques de Capua, hacía copiar por sus religiosos Horacio. Terencio, los Fastos de Ovidio y los Idilios de Teócrito. Hacía venir, además, de Constantinopla, artistas en mosaico, que ha de contarse en el número de quienes restauraron el arte en Italia.
       El camino que serpentea en los flancos del monte sobre el que está construido el monasterio, fue abierto por atención del abad Ruggi. Está pavimentado con grandes lozas de tamaño desigual, como las de las vías antiguas, y como se las encuentra en la Vía Appia, que los romanos denominaban la reina de los caminos, y que pasa a dos leguas de allí.
       Era el sendero que seguía el jinete lo que ha dado lugar a esta digresión arqueológica. Envuelto en una amplia capa inquietaba poco por la violencia del viento que, soplando por ráfagas, se apaciguaba de pronto para dejar caer densos aguaceros, a los que acompañaban, aun cuando se estuviese en el mes de diciembre, truenos y rayos semejantes a los de la noche en que Satán se aventuró tan malhadadamente en la gruta de San Benito........

Tamen

Sigue>>>>EL SUPLICIO DE UN MONARCA
Continúa........LA MUERTE DE UN TIRANO
CIENCIA, LEYENDA HISTORIA
MUSEO CIBERNÉTICO
POETAS Y PINTORES DE FRANCIA
CUSCATLÁN ÍNDICE